Paisaje sin ETA
Quedan dos cuestiones pendientes: asentar la memoria de forma que los violentos no queden como vencedores y la disolución definitiva de la banda

Ni los más optimistas de todos los que saludaron, hace hoy cuatro años, el cese definitivo de ETA como lo que era —el triunfo de la democracia sobre el terror— pudieron entonces imaginar en toda su amplitud el paisaje político, social, económico y humano que su ausencia ha dejado, especialmente, pero no solo, en el País Vasco.
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España se disponía entonces —faltaba un mes— a celebrar las primeras elecciones de la democracia sin la amenaza de los asesinos. Hoy faltan dos para otros comicios cruciales y no solo está claro que ETA no ha vuelvo a atentar: también es irrefutable que su fin no ha tenido la más mínima contrapartida, negociada o no, y que ha quedado en la total irrelevancia para significar nada en el futuro de unos ciudadanos para los que solo supone ya un pasado ominoso. El discurrir de estos cuatro años ha convertido en una evidencia de cada día lo que durante décadas fue solo un anhelo: el cambio absoluto que para Euskadi —para toda España, para Europa también— iba a tener dejar a ETA fuera de la ecuación.
Dos debates quedan ahora en la mesa: uno, el más crucial, asentar la memoria, especialmente entre las nuevas generaciones, sobre tantos años de sangre y tantas víctimas, de forma que los violentos y quienes les apoyaron, cuya autocrítica real y a fondo aún sigue lamentablemente pendiente, no terminen convertidos en indeseables vencedores en la historia. Otro, el desarme completo y la disolución definitiva de una banda reducida en lo operativo a la nada, y la situación de sus presos, cuestiones en las que los esfuerzos hechos por el Gobierno de Iñigo Urkullu y los partidos vascos chocan con una actitud del Ejecutivo de Mariano Rajoy cuando menos cuestionable, sobre todo —si ETA nunca va a volver— en lo referente a la política penitenciaria. Las elecciones de diciembre posiblemente abran, también aquí, nuevas posibilidades.
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