Un palo
No me parece que se haya escrito lo suficiente acerca de la autoafirmación que se busca con el ‘selfie’ y lo que esta insinúa

La reciente decisión de algunos museos de impedir la entrada a sus instalaciones con selfie sticks, los populares accesorios para hacerse autofotografías o selfies, no los excluye de los espacios públicos, desafortunadamente. Por ello, caminar por cualquier ciudad estos días (en especial si se transita por algún lugar de interés turístico, y todos lo son a estas alturas) equivale a hacerse una idea penosa de la especie humana, reducida a un puñado de personas mirando fijamente algo en el extremo de un palo.
No me parece que se haya escrito lo suficiente acerca de la autoafirmación que se busca con el selfie y lo que esta insinúa: una necesidad de constatar regularmente quién es uno y comunicarlo; tampoco creo que se haya dicho suficiente sobre el carácter puramente superficial de esa autoafirmación, que viene a decir que la persona es solo lo que las otras ven en ella, negando toda posibilidad de una vida interior. El palo de selfie lleva esto más allá: por una parte, amplía el ángulo de tal forma que la puesta en escena de uno mismo incluya un fondo (La Gioconda, por ejemplo), pero por otra, en la medida en que contribuye a tomar la autofotografía con la distancia que sólo podría tener una persona que nos fotografiase, el palo de selfie anula a esa persona y la vuelve inútil, convirtiendo el mundo en un sitio en el que sólo habita el egocéntrico y, eventualmente, su grupo de amigos. La prohibición del uso del palo de selfie en museos se explica por ello, más que por el temor a que los cuadros se dañen por accidente: en la celebración que todo museo propone de un otro que la autofotografía a la distancia, contradictoriamente, anula.
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