Una mesura proverbial
Nos entretenemos con estos juegos del rostro y el alma porque necesitamos que haya alguna correspondencia entre las cosas


No siempre el rostro es el espejo del alma. Aunque a veces sí. Significa que no sabemos nada. Nos entretenemos con estos juegos del rostro y el alma porque necesitamos que haya alguna correspondencia entre las cosas. Es un modo como cualquier otro de combatir el absurdo de la vida. Si los malos tuvieran siempre cara de malos y los buenos de buenos, nos diríamos: he ahí una prueba de que la Creación no es obra de un loco. Por eso mismo decía Jean Cocteau, creo, que a partir de cierta edad cada uno es responsable de su rostro. ¿Algo más que una frase afortunada?
Ni idea. Pero nos encantaría que en este caso fuera cierta. Nos gustaría que la ternura que se desprende de la mirada de este hombre respondiera a las bondades de su espíritu. Nos reconfortaría que esa boca tan bien proporcionada al tamaño de la cara, y de la que salen también sin excepción palabras y frases que asombran por una proverbial mesura, fuera el producto de una inteligencia capaz de reflejarse hasta en los músculos orbiculares. Daríamos lo más preciado por que el modo de ajustarse el cabello al cráneo no fuera fruto de la casualidad, sino una réplica del orden superior en el que debe de tener colocadas sus ideas. Nos vivificaría que los papeles que muestra con infinita expresión de paz a la cámara fueran tan auténticos como las verdades que llevamos escuchándole desde que se dedica a la política. No sabemos si todo rostro mezquino responde a un temperamento sórdido, pero queremos suponer que todo rostro generoso es la consecuencia de una constitución espiritual fuera de lo común.
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