El soldado japonés
No puede uno esperar a que le digan qué tiene que hacer, o a que las cosas simplemente ocurran: hay que hacer que sucedan.

Hace precisamente un año murió el teniente japonés Hiro Onoda, un soldado al que su superior mandó a infiltrarse en las filas enemigas, en la isla filipina de Lubang, y ahí se quedó tratando de infiltrarse, acechando y buscando el momento de cumplir con su misión, durante 30 años. Este soldado llegó a Lubang en 1944, en plena II Guerra Mundial, y esperó, hasta 1974, oculto y muy alerta en el corazón de la selva, a que alguien le dijera algo, que la guerra había terminado y que ya podía irse a su casa. El mundo que dejó el soldado japonés en 1944 había cambiado radicalmente en 1974; ya se habían separado los Beatles, había televisión a color, píldoras anticonceptivas y, por haber, ya había habido hasta otra guerra, la de Vietnam. Cuando lo rescataron de la selva, el soldado japonés tenía más de cincuenta años y lo que se le ocurrió fue irse a Brasil, a otra selva, a regentar una granja, de la que regresó a su país a dar cursillos de supervivencia en la naturaleza.
Cabe preguntarse si el soldado japonés, durante sus 30 años de misión en la selva, no notó que en esa guerra había muy poca acción. Cabe preguntarse si no le parecía raro que en tres décadas no hubiera tenido que librar una sola escaramuza. Pero sobre todo desconcierta lo que la aventura de este soldado tiene de alegoría: era un hombre al que la vida le pasó por encima mientras esperaba a que alguien le dijera que ya podía irse a su casa, como el empleado que espera a que le suban el sueldo por esos méritos que el jefe no ha visto, porque ni se acuerda de él, o la novia que espera a ese novio que ya tiene otra vida con otra. Lo que en el fondo nos viene a decir este soldado japonés es que no puede uno esperar a que le digan qué tiene que hacer, o a que las cosas simplemente ocurran: hay que hacer que sucedan.
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