Sangre y verdura
Le pregunté qué había pasado, aunque sabía: un hombre que la muele a golpes un día sí y otro también

Ayer fue un buen día. Trabajé, corrí, adobé una carne, bajé al supermercado chino a comprar cebollas. Estaba en eso cuando escuché gritos en la calle y apareció una mujer joven, empujando un carro y un bebé, gritando: "¡Hijo de puta, no te importa que tenés un hijo!". Se dejó caer en un sillón de cuerina blanca —que uno de los dueños del supermercado, un chino alto y amable, puso afuera para sentarse a fumar—, y el sillón empezó a llenarse de la sangre que manaba de su nariz y su mejilla. En un impulso idiota me asomé a la vereda, pero no vi a nadie. Me acerqué a la mujer, pedí un pañuelo. Ella empezó a llorar un llanto quedo. Era como ver un vidrio rompiéndose de a poco. Le pregunté qué había pasado, aunque sabía: un hombre que la muele a golpes un día sí y otro también. Lo había denunciado, varias veces, pero no sabía dónde ir (tienen cuatro hijos, la familia de ella vive en Paraguay). Él no la deja trabajar (por celos) y los mantiene a todos (es conductor de taxi). "Un día me va a matar, pero qué quiere que haga". Después se limpió la cara con un papel y se fue, empujando el carro. Yo no hice nada: no supe qué hacer. Volví a mi casa, puse la carne en el horno. Cuando era chica me costaba pensar que, mientras yo vivía en un pueblo de la pampa, existían Madrid, París o Tokio, y que allí, a esa misma hora, había gente duchándose o teniendo sexo. Era un pensamiento feliz: el mundo era un sitio repleto de ciudades fascinantes, de gente sin lastimar. Ayer, mientras cenaba con el hombre con quien vivo —una cena más en mi vida de mujer a la que nadie le ha tocado un pelo—, pensé que, en ese mismo momento, la mujer sangrante podía estar hundiéndose bajo una lluvia de golpes o viviendo sus últimos minutos. Que esa noche fuera la misma noche para las dos (la misma luna, el mismo país, el mismo cielo) me pareció, de pronto, inmoral. Insoportable.
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