Teletrabajo
La correcta regulación del trabajo a distancia beneficiará a empleador y empleado y equiparará a España con sus países vecinos


La pandemia brinda una oportunidad: acortar aceleradamente un factor clave de la brecha digital que nos separa del conjunto de Europa, el del teletrabajo. La adicción al trabajo a distancia durante el confinamiento se cuadriplicó. Y las operaciones comerciales por Internet aumentaron un 55%.
Así que España, donde los trabajadores digitales (el 7,5% del total, en 2018, según Eurostat) están seis puntos por debajo de la media europea y suponen menos de la mitad que en Francia (20,8%), puede aprovecharse de ese impulso inesperado a la digitalización.
Eso debe catapultar la asignatura siempre pendiente de la productividad. En algunos casos se incrementa hasta el 13% en el corto periodo de nueve meses (El teletrabajo en España, Boletín Económico 2/2020, Banco de España).
Otros beneficios potenciales para la empresa son la desvinculación de la fuerza de trabajo de su lugar de residencia, distinto al de la oficina o la fábrica; la atracción de talento de todo el mundo; el ahorro de costes de espacio; o la reducción del absentismo.
A los trabajadores les facilita la conciliación familiar, la organización flexible de su jornada; el acceso a ser contratados por empresas lejanas (y su domiciliación en poblaciones más baratas); y el ahorro de tiempo en desplazamientos.
Claro que esas ventajas se trufan con inconvenientes: mayores dificultades de coordinación y nuevos costes para las empresas; tendencia a la autoexplotación y los horarios abusivos para los trabajadores, así como la pérdida de ventajas de la presencialidad, como la capacidad de los jóvenes de aprender de los veteranos.
Así que el éxito de la implantación definitiva y generalizada del trabajo digital deberá maximizar sus virtudes y minimizar sus inconvenientes; y de que sea una operación win-win, en la que todos ganen, empresas y trabajadores.
La inminente regulación que los agentes sociales y el Ministerio de Trabajo ultiman ha dado esta semana un salto de gigante al fijarse el listón mínimo del trabajo en un 30% de la jornada (dos días a la semana) en vez del 20% (un día) como pedía, razonablemente, la patronal: así será una práctica sustantiva y no esporádica, y merecerá los esfuerzos e inversiones que se le dediquen.
A falta de detalles menores, también parecen bien orientadas las restantes piedras angulares de la nueva norma, sobre la base de la flexibilidad. Como el principio de voluntariedad (nadie podrá ser obligado, ni despedido por no ser un hacha tecnológica). El de reversibilidad (del trabajo digital al presencial, salvo cuando se empiece ex novo con el digital). El de complementariedad (la presencialidad facilita el intercambio de experiencias, la creatividad y la promoción interna).
Y el del control de las empresas sobre el desempeño laboral a distancia, a cambio de su deber de proporcionar y costear todos los medios y herramientas al trabajador. Y del derecho de éste a la desconexión, que ahuyente los excesos horarios, o la invasión de la privacidad de su domicilio. Que así sea.
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