La noria y el interés
Es igual la hora del día o de la noche: enciendes la televisión y sólo hay gente gritando. Además, y esto es lo más curioso, siempre es la misma gente, siempre la misma gente gritando. Son treinta o cuarenta individuos, más o menos, los que rotan día y noche, acaparando centenares de horas de televisión. Realmente nunca hablan de nada. Hace años que sus gritos ya no tienen relación con ningún tema concreto, por miserable que este sea. Ahora se dicen cosas (te vas a enterar, te pongo una demanda, no sabes lo que te espera) sin que medie un resorte antecedente. En ese sentido, sus discusiones son telúricas, geológicas, intestinales: decenas, cientos, miles de horas de discusión sustentadas sobre agravios cuyo origen ya nadie recuerda, como esos odios irreconciliables entre vecinos colindantes, odios que se pierden en la noche de los tiempos.
Recientemente, uno de esos programas, el que dirige Jordi González, ha padecido el boicot de los anunciantes por haber entrevistado a la madre de un encubridor en un caso de asesinato. Sentó mal al programa esa comercial estampida y aireó el efectista argumento de la libertad de expresión. Pero no es la libertad de expresión lo que estaba allá en juego. Jordi González puede entrevistar, dinero mediante, a la madre de un carterista, al sobrino de un violador o al primo segundo de un asesino en serie. Y la ciudadanía tiene igual derecho a mostrar su disconformidad y a condicionar, por tanto, el gasto de los anunciantes. La decisión de las empresas de no aparecer en el programa ha sido interesada. Seguro que no hay en ella ni moral ni honestidad. Pero la desaprobación social ha sido tan contundente que provoca una mutación en el interés económico: cuando uno concluye que pierde más poniendo su anuncio en ese circo que ahorrándose el dinero, lo conveniente es largarse con la música a otra parte.
No, no es mérito de los anunciantes, pero sí de las personas que han forzado su deserción. Y esto no es sino otra forma de configurar una curva de oferta y de demanda. Seguirá habiendo millones de personas consumiendo la deyección moral de ciertos programas televisivos, pero otros tantos millones pelearán en sentido contrario. La decisión de la televisión cuestionada será una decisión de mercado y, como todas las decisiones de mercado, no vendrá dictada por el altruismo, sino por el cruce entre la oferta y la demanda, en este caso, entre la gente que aplaudiría la continuación de un programa tan miserable y la gente que aplaudiría su cierre.
Siempre habrá gente gritando en la tele por razones inconcretas, del mismo modo que siempre habrá gente contando sus miserias procesales a cambio de un puñado de euros, pero a partir de ahora, y esto sí que es un triunfo de las redes sociales, las cadenas medirán con cuidado, además de la audiencia, la audiencia en negativo de la gente que protesta.
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