La huella de Chenel
Un mechón blanco, un toro blanco de Osborne y una vida en blanco y negro. Chenel ha muerto tras un año muy duro en el que solo pudo volver a su plaza, a su casa, a Las Ventas de Madrid, cinco tardes de julio para sentarse en su silla de comentarista del Plus y asegurar que "volvía a vivir". Chenel ha ido apagándose lentamente como sus millones de cigarrillos. Lúcido, entrañable y convencido de que una vez más iba a escapar de la cornada del tabaco. Se quedó sin pulmones y aguantó porque le sobraba corazón y casta. Y se fue sin saber que era el final porque su vida de torero, 60 años de luces, iba y volvía con toda naturalidad a esa montaña rusa que era su carrera.
Nos quedará para siempre su huella y nos quedará Antoñete. Su torería, su pureza, su valor, su talento, sus distancias, sus faenas inolvidables, su concepto, su pasión, su mano izquierda, su capacidad para torear como solo los grandes fueron capaces. Nos quedará, a los que hemos pasado tantos años a su lado, toda una tauromaquia y sus secretos, toda una biblia de conceptos y las tablas de la ley de los mandamientos fundamentales del toreo.
Con él se va una época, una forma de ser y de estar en la vida y en el toreo. Solo soñaba con toros. Y acabó siendo amigo íntimo de Romerito, un semental enorme, bravo y con mal genio que le regaló Pedro El Capea. Acabaron fumando juntos. Y Chenel le contaba al toro lo que nunca le contó a nadie. Ha sido una de las personas más inteligentes que he conocido. Como torero y como hombre. Nadie vio al toro más rápido y mejor que él. Y nadie enseñó más con tanto ahorro de palabras.
Se fumó y se bebió la vida sin volver la cara. De frente como su toreo, dando el pecho y la muleta por delante. Y está ya a la altura de los grandes maestros de la historia.
Poco antes de irse me decía: "Manuel, que no digan que he sido una figura del toreo, que digan que fui un buen torero y que sabía torear. Solo eso". Luego me preguntó por Padilla y por su Real Madrid y estaba convencido que no se iba a ir. Y en el fondo tenía razón. Nos queda su huella.

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