Dinosaurio

Cuando me desperté, la España inmortal seguía estando ahí.
Agosto ha sido asombroso, terrible, más esperpéntico que dramático, y sobre todo, ejemplar, porque en un mes hemos vivido sucesos suficientes para resumir dos siglos de historia. El verano que agoniza por fin ha tenido su poco de agresividad ultracatólica, de brutalidad policial, de pasteleo parlamentario y de "grandes rasgos para la posteridad". También su mucho de hombre de Estado socialista tomando decisiones en soledad y contra reloj. Pero, por desgracia, Zapatero no tiene ni el talento, ni la capacidad, ni el coraje de Negrín. Y para desgracia aún mayor, la reforma constitucional que ha impulsado a traición, resucita el espíritu pastelero de la Restauración, el clima de un Parlamento podrido donde todos los principios estaban en venta, la hipócrita alternancia bipartidista que apenas cubría sus vergüenzas con ardientes discursos y gestos para la galería. Los múltiples excesos que ha suscitado la visita de Benedicto XVI evocan tiempos más recientes. Basta con consultar las fotos del Congreso Eucarístico de Barcelona de 1952, las que captaron las cargas de los grises contra manifestantes antifranquistas.
La respuesta española al tiránico chantaje de esas bandas terroristas conocidas como mercados y agencias de calificación, solo ha aportado una auténtica novedad, aunque la gravedad de la situación impida apreciarla. Señoras, señores, la transición ha terminado. El proceso que alardeó de haber cuadrado el círculo, ha reventado en sus propias contradicciones. La Constitución no es intocable, el Estado de las autonomías mucho menos, Europa y Alemania ya no son papá y mamá, pero el PSOE y el PP sí, cuando les conviene. Al despertar del sueño, la España inmortal seguía estando ahí. Resoplaba de pura vejez, de puro cansancio, como el dinosaurio de Monterroso.
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