Pescetti

Luis Pescetti ha sido padre. Esta noticia les puede resultar irrelevante. Pero si la analizan cuidadosamente contiene elementos desasosegadores, casi antinaturales. Es como si Groucho Marx se casara y fuera marido fiel y padre de siete niños educados en el rigor o que James Dean hubiera aceptado el puesto de su padre como comercial de una línea de corbatas azul celeste. Hasta ahora Luis Pescetti ha sido un cantante y entretenedor de niños argentino cuyos discos y espectáculos, algunos televisados, acogen historias de chiquillos disgustados o disfuncionales. Ha conseguido disfrazar su instinto de tal manera que el éxito le recibe allá donde va y hasta le fue otorgado un Grammy al mejor disco infantil.
En sus canciones los niños casi siempre se comportan mal, según el criterio adulto. No tienen ganas de irse a la cama cuando notan que en la casa aún van a pasar cosas importantes, tampoco toleran que la mamá se vaya al trabajo si ellos tienen mejores planes, sienten fascinación por las flatulencias y los fluidos corporales, alergia a la limpieza y temprana atracción erótica casi siempre mal resuelta. Aunque Pescetti hace esfuerzos considerables para cantarle a su público una nueva canción que trata de una tortuguita y un arbolito, sus seguidores infantiles insisten en que se deje de cursilerías y se entregue de lleno a las canciones de miedo, a los chistes de doble sentido y a las crónicas de cualquier chantaje sentimental.
En sus composiciones los padres casi siempre son unos tipos obtusos, que no entienden que sus hijos rechacen la comida si se esmeran en elegir el mejor brócoli del mercado y las acelgas de temporada. Pescetti trata a los niños sin esa condescendencia de los profesionales de lo infantil. No es raro escucharle decir vaya público de porquería que me ha tocado, e incluso pedir a los guardias de sala que lo desalojen. En sus chistes hay niños feos, tan feos que cuando nacen sus padres los acarician con una ramita o que aprenden a andar solos porque nadie los quiere tomar en brazos. Esa crueldad, esa veracidad, ese encanto de lo cotidiano, puede irse al carajo si la llegada de su hijo le condena a la ternura, a la comprensión, a la dulzura. Andan preocupados los niños.
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