Proscrito Gadafi
Las órdenes de captura por crímenes contra la humanidad dictadas por la Corte Penal Internacional (CPI) contra Muamar el Gadafi, uno de sus hijos y el jefe del espionaje libio estrechan el cerco contra el más veterano déspota africano. La fiscalía del único tribunal permanente contra los crímenes de guerra, que abrió en febrero una investigación a petición del Consejo de Seguridad de la ONU, les acusa de orquestar y dirigir el asesinato de cientos de civiles desarmados desde que comenzara la sublevación contra la dictadura. La CPI considera que Gadafi mantiene un control absoluto e indisputado sobre el aparato estatal y las fuerzas de seguridad que aplastan las protestas contra el régimen. Nada, por otra parte, muy diferente de lo que viene ejecutando en Siria Bachar el Asad, con quien todavía contemporizan potencias democráticas y el máximo órgano ejecutivo de la ONU.
La decisión de la Corte Penal tiene escaso valor policial, al menos mientras Gadafi permanezca en el poder en Libia, toda vez que el alto tribunal -al que no pertenecen Estados tan influyentes como EE UU, China o Rusia- depende de la voluntad de terceros para efectuar las detenciones. El otro jefe de Estado africano en ejercicio y en la misma situación, el sudanés Omar al Bashir, bajo orden de captura desde hace tres años por sus atrocidades en Darfur, visita estos días Pekín y se pasea impunemente por África.
Hacer de Gadafi un proscrito internacional tiene, sin embargo, una poderosa carga simbólica. No solo siega su legitimidad internacional, sino que elimina la posibilidad de que mantenga alguna cuota de poder tras una eventual negociación que ponga fin a la contienda civil libia. No se pacta con presuntos criminales de guerra. La resolución de la Corte Penal envía también un recado inquietante para otros déspotas regionales: no están a salvo de su largo brazo, aunque la ignoren o la consideren instrumento de Occidente.
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