El toro y la belleza
El albero del ruedo como un anillo dorado se deja pisar por la planta de los pies de los que son capaces de jugarse la vida, bajo el sol o bajo la lluvia. Los tendidos son palcos de pasiones donde los gestos, a veces acompañando al grito y otras al olé del goce, son estremecimientos colectivos de coreografía sin academicismos. Un presidente con cinco pañuelos, blanco, rojo, verde, naranja y azul: para los trofeos y cambios de tercios, los indultos, devoluciones y el comienzo de la fiesta. Las pisadas de los toros, con sus negras pezuñas, dejan pequeños hoyos en el albero que marcan más que las plantas de los matadores, banderilleros y areneros, y un poco menos que los caballos de los picadores y las mulillas de los arrastres. Es un todo de pequeñas y grandes bellezas, que juegan, y, si tienes una perspectiva poética de la vida, las sientes como parientes circunstanciales de la muerte. Una corrida es como un cuadro en movimiento de Goya o Zuloaga; y cito a estos pintores porque en muchos de sus cuadros, como en las corridas, encontramos algo que nos hace ser casi dioses de los sentimientos; de esos sentimientos inexplicables de las fiestas de toros, donde juegan componiendo belleza, la vida y la muerte. Si en nombre de la muerte queremos defender la vida, estaremos destruyendo la belleza, algo necesario, hoy, para vivir y morir en medio de tantas horribles imágenes.
Para cuantos éramos niños aquel día caluroso de agosto de 1947 en el que un toro de Miura mató a Manolete en Linares, la estética de las corridas dramatizó nuestras miradas con la sensación de que el arte, la belleza y las emociones no son creíbles si no comulgan con la muerte. Los toros, como espectáculo dramático, superan la reflexión de Aristóteles cuando afirma la supremacía de la tragedia sobre la comedia. Para el gran griego la tragedia es la trascendencia y la comedia la vulgaridad. Pretender arrancarle a las corridas su punto de partida como espectáculo trágico que es el bello juego con la muerte real, no de ficción, del toro o del hombre, sería alejar la fiesta de nuestras costumbres, o dicho sin hipócrita reserva: de nuestra trágica cultura milenaria.
Salvador Távora es actor y director teatral.
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