Islandia, paraíso sobrenatural
Islandia llegó a vivir la opulencia de un modelo liberal que bajó los impuestos, sufrió una fiebre privatizadora y desreguló los mercados. La consecuencia fue un aparente enriquecimiento de la población que vio como subía su renta per cápita y desaparecía el desempleo. Los bancos aprovecharon el tirón y comenzaron a construir una burbuja económica que infló sus activos artificialmente. Esta multiplicación milagrosa de los panes y los peces desembocó en una situación de quiebra para el, país cuya astronómica deuda debía ser asumida por los ciudadanos. Pero no fueron solo los bancos quienes se entregaron a esta locura especulativa. La sociedad islandesa se contagió también de esta desmesurada avidez. Muchas familias se hipotecaron hasta las cejas para adquirir una segunda o tercera vivienda, coches de lujo y otros símbolos de riqueza y poder.
La imposibilidad de rescatar a sus bancos les llevó a tomar la determinación de no pagar esas deudas y encarcelar a los políticos y banqueros responsables de la grave situación del país. Algo sobrenatural que causa mucha admiración en el resto de la comunidad internacional, donde los principales actores de la crisis salen impunes de sus crímenes económicos.
Pero hay otra reflexión que podemos extraer de lo ocurrido en el paraíso vikingo: todo el país se dejó embaucar por la codiciosa demencia de los que ahora tratan de enjaular. Todos participaron de ese festín que parecía interminable y que acabó siendo caníbal de su propio pueblo. Parte de la responsabilidad de lo ocurrido es de la gente corriente que, enferma del mismo virus que los tiburones financieros, se zambulló en un espejismo de abundancia sin límites ni control. Reconstruir el paraíso islandés debe pasar por la catarsis de toda su población. Por el entendimiento de que lo sobrenatural no puede ser viable y que la economía debe ser más natural y transparente para que aporte bienestar real a las personas. Esta es la principal conclusión a la que debemos llegar en el resto de países para no caer en el mismo embrujo que fascinó a los islandeses
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