Del plástico al arma blanca
Hubo una época reciente y feliz en que las tarjetas de crédito eran bienes inequívocos y que, no obstante, ahora han pasado a convertirse en una especie de penitenciaría simbólica, con correspondiente bazar.
En la prosperidad, la tarjeta actuaba como un salvoconducto para seguir participando en el progreso económico y social. Ese milagroso plástico de aquellos días, estampado por el banco y gozosamente afirmado con nuestra rúbrica, simbolizaba una dichosa alianza entre la matriz financiera y nuestra capacidad personal. El banco nos amparaba, nos avalaba en proporción directa a lo mucho que nos amaba. A lo que amaba, naturalmente, nuestro dinero y nuestra solvencia pero también, imaginariamente, a lo mucho y bien que nos quería. Entre el cliente y su depósito, entre su inversión y su administración, operaban unas manos bancarias cuyo conocimiento financiero, noble y especializado, actuaba para el beneficio mutuo: de su beneficio y de nuestro modesto capital.
"El banco nos avalaba en proporción directa a lo que nos amaba"
Esta graciosa relación, coherente con la pompa de la clase media y la honestidad institucional, ha caído, sin embargo, en picado. Ni el banco nos quiere ni mucho menos nosotros queremos al banco. El posible odio entre los dos, consecuencia de las estafas, los abusos, las comisiones, las manipulaciones y las envenenadas hipotecas, ha llevado a convertir la tarjeta en un elemento temible, más cerca del deber de pagar que de la ventaja de aplazar el pago. Más próxima en su perfil a un arma blanca destinada a hacernos gastar que a un besamanos propicio para ayudarnos a conllevar la dificultad.
Todo poseedor de varias tarjetas de crédito fue, hace 10 años, un individuo condecorado de galardones pero, ahora, cada vez que alguien despliega su cartera y aparece una baraja de esas piezas con su identidad grabada en el membrete, lo compadecemos como un condenado. El dinero de plástico fue, en el pasado reciente, un hecho progresivo para mejorar las vidas. Ahora, en cambio, es como una añagaza para empantanarlas. ¿Seguir pagando con la tarjeta? Alguna ventaja le encuentran quienes, asediados por las circunstancias, se encuentran al borde de la escasez, pero ese elemento, benefactor en otro tiempo, ha venido a acercar su imagen real más a la tarjeta sanitaria que a un pasaporte hacia el mayor consumo. ¿Será pues un pasaporte para la hospitalización? ¿Un pasaporte para tratar alguna enfermedad, neuralgia o neurosis, relacionada con el déficit doméstico?
Cada uso de la tarjeta que antes culminaba en el momento de la airosa firma mostrando en la tienda la existencia de una potencial capacidad económica se reemplaza ahora por un triste garabato mediante el cual firmamos una sentencia adversa que, desde ese momento, comenzará a contar su ejecución y con el banco al acecho, odioso malhechor, convertido en el severo verdugo y comisionista de nuestra insoslayable necesidad de vivir y comprar.
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