Generación sin remedio
Lo de la juventud no tiene nombre: se pasa todo el día, como dice mi amigo, columnista del diario conservador, "bebiendo y abortando". Hace poco asistí a un ejemplo palmario del derrumbe de nuestra civilización. Daba vergüenza ver a aquel rebaño de muchachos, en la cola del súper, haciendo bromas de corte altisonante, empujándose, descerrajándose con el dedo índice imaginarios tiros en la sien, o emitiendo sonidos guturales, gorjeos, gruñidos y regaños, con los que quizás querían enviarse algún mensaje elemental, y tan elemental que no necesitaba sujetos, ni objetos, ni predicados.
Pensé que los tipos habrían pasado la tarde haciéndose aguadillas en la piscina municipal, que más tarde secuestrarían un camión cisterna lleno de cerveza, y avanzarían con él por la autopista (en dirección contraria a la prescrita) hacia una noche más de pastillazos y preservativos. Eso pensaba yo, en la cola del súper, contemplando con qué impaciencia aguardaban a que la cajera despachara a una señora de ochenta y cinco años, aproximadamente, que indagaba en su monedero buscando un último céntimo con el que liquidar la deuda del kilo de mandarinas. Y en cualquier momento los muchachos, convertidos en una manada de bisontes, podrían acometer a la ancianísima y dar con ella en tierra, hasta provocar la clásica cadera rota.
Todo eso mientras nuestra civilización se desmorona, mientras la humanidad padece una hecatombe, los polos se deshielan, los iraníes ultiman bombas atómicas y los dictadores de las islas caribeñas se recuperan por sorpresa de su último cáncer terminal. En medio de la general demolición, los muchachos seguían allí, comprando latas de cerveza, botellas de refrescos de dos litros, y tetra-briks de vino peleón, ese líquido desinfectante que consumen por incultura, por falta de educación enológica, ya que en otro caso optarían por una partida de Vega Sicilia, a doscientos o trescientos euros la botella. No sé en qué va a parar el paisito, la civilización y la humanidad entera. La nueva generación se entrega al alcoholismo desaforado, y hace de sus fines de semana una celebración de la ebriedad, un permanente y catatónico nirvana.
Y, por fin, cuando los chicos abonaron el precio de sus sustancias tóxicas, me presenté ante la cajera, con la altura moral que me conceden mis sólidas creencias, mis oceánicas lecturas y mi respetable edad. Y deposité ante ella las botellas de cava que consume mi madre, el vino blanco que priva a mi mujer, el crianza con que obsequio a mis amigos, y las botellas de etxeko o herriko o euskadiko patxarana, que frecuento más bien a cualquier hora, según requieran mi reloj biológico y mi sentido del ritmo.
La nueva generación, definitivamente, no tiene remedio. Lo curioso es que la generación anterior, la mía, tampoco tuvo remedio. Y, muy posiblemente, la próxima tampoco lo tendrá.
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