Pánico rentable

En una discoteca llena de gente gritas ¡fuego! y provocas una avalancha en la que se van siete u ocho personas al otro mundo y 10 o 15 al hospital. Aunque sea mentira, a efectos prácticos es lo mismo que si hubiera habido un incendio (pavoroso, claro). Por lo general, el que da la voz de alarma se encuentra cerca de una de las salidas de urgencia. Pero no siempre. A veces, la primera víctima de una broma pesada es el propio bromista, un idiota que no tenía nada que hacer, un patoso. En ocasiones se trata de un tipo que sueña desde niño con una catástrofe de la que él rescataría, al tiempo de meterles mano, a todas las mujeres desmayadas. Estamos rodeados, en fin, de catastrofistas profesionales y bomberos vocacionales. Con frecuencia son los mismos. Por la mañana prenden el fuego y por la tarde se ofrecen para apagarlo. Por fortuna, no todas las sociedades tienen la misma predisposición para la huida en masa.
Aquí llevamos meses gritando ¡fuego! desde la radio, la tele y los periódicos sin que se haya producido, milagrosamente, ninguna avalancha asesina. Lo más que hace el personal es situar las salidas de emergencia, por si acaso. Está la caída de la Bolsa, desde luego, pero esos movimientos pendulares son de cálculo, no de pánico. El año pasado, en plena crisis, los vendedores y compradores de acciones doblaron sus capitales. Por la mañana, mientras se afeitaban, gritaban ¡fuego! y al mediodía recogían los beneficios del incendio ficticio. Quiere decirse que en la Bolsa, aunque no se haya dicho suficientemente alto ni suficientemente claro, el año pasado se ganó mucho dinero. Y quienes estén comprando esta semana a la baja volverán a forrarse la que viene a costa de nuestro miedo. De modo que cuando alguien grite ¡fuego! conservemos la calma, sobre todo si a continuación se ofrece como bombero.
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