Sobre la autoridad

El principal atributo de un gobernante es la autoridad. La autoridad es algo más que el ejercicio de las competencias que le otorga la ley. Es la capacidad de emitir señales que balicen el espacio social y político, desde la legitimidad de quien tiene la representación de la ciudadanía.
Hace tiempo que cunde la sensación de falta de autoridad en el Gobierno español. La autoridad es importante tanto para señalar el espacio de lo posible a las instituciones del Estado como para que la sociedad tenga un perfil claro de lo que el Gobierno representa, frente al que construir las dinámicas de la crítica y del cambio. Los poderes amorfos lo único que hacen es desdibujar la democracia, cultivar la indiferencia. El ejercicio de la autoridad es muy sutil. Felipe González pudo proponer el referéndum de la OTAN porque la tenía, aunque después pagaría con mucho desgaste su corta victoria. Y lo mismo cabe decir de José María Aznar y la guerra de Irak. Con la autoridad se puede pagar por defecto (impotencia) -y la vida política se deshilacha- o por exceso (autoritarismo) -y en democracia se acaba pagando-. Encontrar la medida justa a la autoridad es la principal virtud del gobernante.
La sensación de que el Gobierno está siendo desbordado desde otros poderes es inevitable
Durante los largos meses en que Zapatero no supo encontrarle el pulso a la crisis, la falta de autoridad fue manifiesta y la ciudadanía le perdió como referencia. Ahora, cuando parecía que el Gobierno empezaba a remontar, Zapatero se ha encontrado con dos entuertos que obligan inevitablemente a preguntarse quién manda aquí: el penoso recorrido del Estatuto catalán en un Tribunal Constitucional semicaducado que ha fracasado cinco veces en el intento de dictar una sentencia; y este juego de máscaras judicial que es el caso Garzón. Ambos casos van por caminos que pueden acabar perjudicando seriamente al país, pero también al Gobierno, por mucho que haya en este algunos aprendices de brujo jugueteando con sus animadversiones personales. La sensación de que el Gobierno está siendo desbordado desde otros poderes es inevitable.
Zapatero se hizo valedor del Estatuto catalán, cuyo redactado final negoció personalmente. ¿Qué ha hecho para defenderlo? La votación del Constitucional del pasado viernes sólo tiene dos explicaciones: o los sectores conservadores han tendido una celada al Gobierno, lo cual sería un caso de incompetencia gubernamental; o a Zapatero ya le va bien porque, en realidad, lo que quiere es que poden el Estatuto todavía un poquito más, lo cual sería una flagrante deslealtad a los que negociaron con él.
La actitud del Constitucional muestra dos aspectos muy preocupantes. El primero es que, en vez de buscar el encaje en la Constitución de una ley que viene triplemente legitimada por la soberanía popular, se han centrado en buscar argumentos para demostrar que no encaja, lo cual es una verdadera inversión del sistema. Los señores magistrados deberían saber que su legitimidad también emana de la soberanía popular. Y, por tanto, que es desde el respeto a ella, y no contra ella, que deben actuar. El segundo es que una gran parte de los artículos anulados en la propuesta de sentencia que fue rechazada tenían que ver con el poder judicial. Es decir, que aquí todo el mundo barre para casa. Y que si los otros quieren ceder poderes, que los cedan, que nosotros no cederemos nada. Un gremialismo preocupante. ¿Ocurrirían estas cosas ante las narices de un presidente con autoridad?
De pronto, al presidente -y a otras altas instancias del Estado- les ha entrado la preocupación por el caso Garzón. Han tenido reuniones en el extranjero y han podido constatar el estupor que este proceso provoca en sus colegas de otros países democráticos. Y, sin embargo, si algunos miembros del Tribunal Supremo han optado por construir una acusación sobre una prevaricación invisible muy probablemente será porque eran conscientes de que la vía estaba libre y, en ningún momento, pensaron en un choque con el Ejecutivo. Y así, el presidente se ha encontrado con un embrollo con el que no sabe qué hacer, salvo dejarse llevar por el cuento de la lechera de que la caza a Garzón puede movilizar a un electorado de izquierdas muy desmovilizado.
Desde luego, no es la primera vez que a Zapatero se le acumulan los problemas por falta de autoridad. Y tampoco sería la primera vez en que deja subir el soufflé para dar después un golpe de autoridad. Hay incluso quien pronostica que la respuesta de Zapatero, cuando la tempestad amaine, será una reforma de la justicia -lleva años prometiéndola- que no dejará piedra sobre piedra. Pero, ¿con qué autoridad?
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