Hacia Estambul
Una estampa callejera que impresiona la imaginación, desde que empezaron las campañas antitabaquistas, es la gente que fuma en la puerta, en la puerta de la calle de los edificios de oficinas. Ofrecen a la mirada de los transeúntes el espectáculo de su modesta disidencia de irreductibles a la salud, la estampa del drogadicto que se sacrifica al vicio en la marginación del umbral, o del niño que se ha portado mal y ha sido castigado a apartarse de sus amiguitos y ponerse de cara a la pared. Varados en el umbral, lugar de tránsito, estos contumaces están a la vez apartados, casi fuera, y expuestos. Unos se someten a la intemperie con resignación, otros mascando impaciencia y fastidio, y otros adoptan aires furtivos o fingen no estar allí aunque sólo sea para no tener que saludar a todo el que entra y sale y malgastar el precioso tiempo que podrían dedicar a dar una calada más. Perdido todo prestigio estético y social, fumar ya no es más que la periódica ingesta, exigida por la adicción, de una dosis de humo, y se sale a la calle a fumar como quien va al lavabo. A la puerta de las oficinas como los mendigos a la puerta de las iglesias, los adictos no pueden permitirse el lujo de avergonzarse. Por eso se ve tan serios a algunos, y pensativos. Exponerse ahí es un tácito reconocimiento de una derrota, de un fracaso en la guerra ecuménica contra la nicotina. Pero, al mismo tiempo, ese nuevo hábito que se les ha impuesto, ese estar en el umbral, tanto como les estigmatiza los significa como ciudadanos privilegiados, pues ya que fuman a la puerta de la oficina es evidente que tienen un empleo remunerado, y que después del pitillito, les esperan su escritorio, su ordenador, una luz de neón, unos compañeros, no como los cinco millones de parados que caminan incansablemente por la calle (para llegar a casa reventados de cansancio y así poder conciliar el sueño) y que al pasar les miran con envidia. Y aún diría más: los fumadores en la puerta se encuentran en una distancia que invita a la desafección, a calibrar en solitario y fríamente los afanes de la oficina. Ésta queda muy cerca, pero más cerca queda la calle, con sus tentaciones de deserción, y ya se sabe que "¡voy a por tabaco!" fue lo ultimo que se le oyó decir al que un día, de la forma más inesperada, se fue tras los pasos de una linda corista o de un mago elegantísimo, con frac y chistera, hasta Estambul.
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