Adiós, horas felices
El Parlament de Cataluña acaba de aprobar una ley que prohíbe la promoción encubierta del consumo de alcohol que realizaban algunos bares y discotecas a través de fórmulas como la "hora feliz", durante la que se ofrecían dos copas por el precio de una. Tanto los críticos como los partidarios de la medida no han dudado en considerarla como la ley seca catalana, que, por otra parte, se acabará extendiendo al resto de España a tenor de las declaraciones de la ministra de Sanidad, Trinidad Jiménez. Hablar de ley seca no puede por menos que evocar aquellos tiempos cinematográficos de destilerías clandestinas en las principales ciudades norteamericanas, con la mafia de Al Capone luchando entre tinieblas para hacerse con el negocio prohibido y los éxitos de la policía medidos en litros de alcohol sumidos por las alcantarillas. Por descontado, no parece que los efectos de la norma catalana vayan a ser tan desorbitados como los de la estadounidense, aunque tampoco quepa menospreciarlos.
Hay algo inquietante al tener que decir adiós a la "hora feliz". No en lo que se refiere a la prohibición de la promoción encubierta del consumo de alcohol, que está muy bien, sino en la expresión misma, tan equívoca y descorazonadora, incluso para los abstemios más intransigentes. Es como si los poderes públicos dijeran de pronto: hala, se acabó, a partir de ahora todas las horas serán infelices, sin que quede siquiera el consuelo de una sola en la que las cosas pueden ser de otra manera. Entérense bien de que a este valle de lágrimas, azotado además por el paro y por la crisis, no hemos venido a ser felices, ni siquiera por una hora.
Toda medida necesita pedagogía, incluso las mejor intencionadas. Y, en este caso, habría que preguntarse si antes de prohibir las promociones de bares y discotecas que ofrecían dos copas al precio de una no hubiera sido bueno empezar por una ley que impidiera llamar a eso "hora feliz". El resultado sería, sin duda, el mismo que el previsible para la ley seca catalana, que puede que muy pronto se extienda al resto del país. Pero, al menos, los poderes públicos no nos privarían de la esperanza de que la vida esté dispuesta a sonreírnos de vez en cuando. Aunque sólo sea durante una hora al día.
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