La (a)utopía americana

"En realidad, lo único que el americano ama es su automóvil", escribió Faulkner. Y tenía razón. La tenía entonces, cuando escribió Intruso en el polvo en 1948, y la tendría ahora. La mitología de Estados Unidos está hecha de esas máquinas, quizá porque ellas encarnan -o deberíamos decir: enlatan- todos los fetiches metafóricos de la vida americana: el individualismo, la libertad, la velocidad. Parte de la mitología americana es el derecho a reinventarse, cosa que se hace con más facilidad si nadie nos ha visto partir, si nadie nos acompaña en el trayecto, si nadie nos ve llegar. Parte de la mitología americana es la conquista de la frontera: ir más allá, trabar encuentros imprevistos, dejar que el mundo nos ocurra. La era Huckleberry Finn ha pasado: desde hace mucho, la balsa tiene cuatro ruedas y la picaresca se escribe con p de petróleo.
Si un clásico nos cuenta cosas que, a pesar de no haber sucedido nunca, nos han sucedido a todos, la vida de Estados Unidos está hecha de escenas con carrocería. Pero la escena más maravillosa no se dio jamás. En 1947, por una de esas coincidencias extraordinarias de la historia ficticia, dos parejas más bien curiosas agarran cada una su vehículo y se embarcan en su propia odisea al revés, atravesando su propia versión de Estados Unidos y definiendo para siempre la relación entre el hombre motorizado y las extensiones míticas del territorio norteamericano. La primera pareja había salido en sedán azul de Ramsdale, un pueblo insignificante de Nueva Inglaterra, y, después de atravesar varios Estados, había acabado en Beardsley. Por la misma época, la segunda cruzaba el país de costa a costa y acababa por atravesar la frontera mexicana. Pero nadie ha encontrado pruebas de que Humbert Humbert y Dolores Haze se hayan topado nunca con Sal Paradise y Dean Moriarty.
Lolita y En el camino son las dos grandes travesías de la literatura norteamericana. En eso hay algo de injusticia, porque la novela de Nabokov apenas dedica una docena de páginas al viaje, mientras que la de Kerouac está montada casi por completo en él, y sus paradas son apenas momentos de reposo antes de la siguiente repostada y puesta en marcha. Lolita se publicó en 1955; En el camino, dos años más tarde. Pero los dos viajes -repletos de moteles y malos restaurantes y paradas al borde del camino- tienen lugar en 1947. Nadie es inmune a esas especulaciones: ¿se habrán visto alguna vez Sal Paradise y Humbert Humbert, el jazzómano de la generación beat y el clasicista europeo? Sal Paradise le habría hablado a Humbert Humbert de sus experimentos con las drogas; Humbert Humbert no le habría hablado a Sal Paradise de sus intentos por drogar a Lolita.
A finales de los años ochenta, Gregor von Rezzori -el último aristócrata de la literatura europea- viajó a Estados Unidos y recorrió las carreteras que habían recorrido Humbert Humbert y su pequeña ninfa. "De las 27.000 millas que Humbert recorrió con Lolita en un año, yo hice la mitad, 13.400, en menos de tres meses", escribe. "De todas formas, honestamente, cubrí 13.400 millas sobre neumáticos. Viví más en esos veloces, silenciosos, confortables coches de alquiler que en los infames moteles de Lolita, pues, no teniendo a ninguna adolescente en mi poder, mis noches las pasaba durmiendo. Al poner la geografía de Estados Unidos en movimiento, pasé de un simple europeo arraigado en el pasado a un nómada moderno".
Poner la geografía de Estados Unidos en movimiento: eso es lo que hacen los Ford y los Chevrolet de este mundo. La transformación que sufre quien va adentro: eso es el resultado.
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