VIH

Me sorprende el tratamiento que se concede al sida en su día mundial. Mientras con el cáncer hay un consenso de dar una imagen alentadora, con el sida sólo aparecen testimonios de quienes atraviesan el peor estado de la enfermedad. Es como si en el día de cáncer de mama mostráramos mujeres que llevan camino de no superarlo. Inercias inexplicables en países como el nuestro, donde el VIH es, para muchos, una enfermedad crónica. Cada año, mi memoria reaviva el recuerdo de una tarde en Addis Abeba. Fue hace cinco años cuando un grupo de cuatro españoles capitaneados por un guía etíope visitamos la sede de una organización que atiende a los huérfanos del sida. La sede era un barracón entre barrizales. Allí nos esperaban unos veinte chiquillos con sus abuelos. Las criaturas se habían sentado en los primeros pupitres; en los últimos, muy solemnes, estaban los abuelos. Aun padeciendo una situación miserable, los niños etíopes son alegres, juegan descalzos por el barro, sonríen a la mínima y son muy sensibles al afecto. Pero estas criaturas del barracón eran las más tristes que he visto nunca. Viven, nos contaron, con el estigma de ser huérfanos de apestados. A ellos les queda, como única herencia, el rechazo social que sufrieron los padres. Incapaces de articular palabra, dejamos que fuera el dibujante Emilio Urberuaga quien, a fuerza de dibujar monigotes en una pizarra, cambiara el gesto grave de las criaturas, que empezaron a sonreír tímidamente viendo cómo, de la tiza mágica de Emilio, surgía un niño blanco (Manolito) que les saludaba subido a lomos de un rinoceronte. Ya entrada la noche, les vimos alejarse. Una extraña procesión: los abuelos, delante; los críos, detrás, los pequeños de la mano de los grandes. Eran tan pobres que alguien nos tuvo que advertir que se habían vestido con sus mejores galas.
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