Píldoras antidepresivas
El salto produce vértigo. El Gobierno español ha pasado de anunciar una desaceleración económica, apreciación que si bien estaba justificada a mediados de 2006, en junio de 2007 se había convertido en disparate, a reconocer una recesión prolongada en el tiempo que, según la OCDE, llevará a una contracción económica del 0,9% el año próximo. Esta pirueta hacia las tinieblas recesivas -más paro, quizá hasta una tasa superior al 15%, y más déficit público, probablemente por encima del 4% del PIB- es coherente con el temor de los mercados mundiales a que las economías avanzadas estén deslizándose hacia una depresión como la de 1929; y casi todos los economistas, asesores políticos y gobernantes observan con mucha aprensión los síntomas de una posible deflación, considerado el mal económico más difícil de combatir. La amenaza de deflación quizá sea hoy una exageración, ya que Ben Bernanke se ha ocupado de inundar de inflación el mercado; pero la amenaza de depresión tiene fundamento, aunque sólo sea porque no sólo influye sobre el ánimo de los inversores, sino también sobre las decisiones de los Gobiernos.
No hay, que conste, fronteras nítidas entre recesión y depresión. Se entiende por depresión una recesión intensa y prolongada que, por ello, reduce las posibilidades de recuperación económica. Lo relevante para el caso es que las autoridades económicas de Estados Unidos -y, a su estela, las de la OCDE- dan por inevitable una recesión inmediata, que podría llevar incluso a tasas de contracción del 3% en EE UU, y centran sus esfuerzos en evitar que la recesión se prolongue.
Para Bernanke y, por decirlo así, para el consenso de Washington, el tratamiento para evitar la depresión incluye en primer lugar inundar de dinero los mercados, para impedir el riesgo deflacionista y permitir que cristalice cualquier atisbo de recuperación. El segundo remedio, relacionado con el primero, es reducir cuanto sea preciso los tipos de interés; Bernanke estaría dispuesto a bajarlos a cero si fuera necesario con tal de mantener la liquidez del mercado y facilitar el pago de los préstamos. Disposición bien distinta, por cierto, de la que domina en el Banco Central Europeo, que se resiste a desprenderse de la ortodoxia antiinflacionista. El tercer remedio es la batería de políticas intervencionistas ya conocidas, que van desde la inyección directa de capital en los bancos hasta la compra de los fondos para facilitar liquidez a los bancos o el descuento directo de papel comercial. Y el cuarto, por fin, sería la adopción de planes de expansión del gasto público en infraestructuras y actividades de estímulo directo de la inversión para frenar el desmesurado crecimiento del desempleo.
Nadie podrá acusar a la cumbre de Washington de poca claridad en el diagnóstico y tratamiento de la crisis; tampoco de que los reunidos ignoren los efectos secundarios de inyectar inflación en las economías mundiales. La única incógnita que, por cierto, pronto acuciará al Gobierno español es si el sistema financiero global está preparado para financiar los cuantiosos déficit que los Estados van a acumular en los próximos años para pagar las políticas coordinadas de expansión del gasto público para estimular la inversión y para pagar los costes sociales crecientes derivados de la recesión. -
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