Extranjeros somos
Desde el origen de la especie todos los humanos somos extranjeros. Otra cosa es que lo ignorásemos porque, hasta hace bien poco, caían sólo en la cuenta los que cambiaban de sitio. Despiste sociológico enorme que no merma la evidencia de que todos venimos, de serie, igual de raros que los demás. Comprobarlo resulta sencillo y, hoy, más barato que nunca. En el siglo de las migraciones, en el que ya no es necesario viajar para ver mundo porque le traen a uno el exterior a casa, el verano constituye un periodo ideal para sacarse el certificado de extranjería.
Consiste en eliminar dos complejos. Primero, emulando a la magnífica selección de Aragonés, el de inferioridad ante quien pertenece a un mundo que no controlamos. Que un turista hable en inglés no le supone una licenciatura en Cambridge. Podría tratarse de un taxista de Birmingham más bien pelmazo y, si me apuras, tirando a soplagaitas. Segundo: el de superioridad hacia los que pronuncian español con otro acento. Detrás de un ser bajito y con cara de pringado pudiera ocultarse un doctor en biología molecular por la Universidad de México.
Respetando ambas premisas sólo queda disfrutar de la diversidad cultural que inunda las vacaciones. Claro que, atención Naciones Unidas, ayudaría bastante a la causa la distribución en playas y aeropuertos de un manual de usos y costumbres clasificado por países. Por evitar calamidades como la acontecida a un servidor en un pueblecito de Nueva York, a cien millas de Manhattan. Ignorante de que los norteamericanos besan las mejillas de derecha a izquierda, en lugar de al revés, como Dios nos mandó a nosotros, saludé a mi suegro y nos encontramos a medio camino con un caluroso beso en los labios. Me subió el moreno en tiempo real. Menos mal que en verano ponerse rojo pasa más inadvertido.
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