Señales de humo
Hoy en día ya no se hace, pero a finales de los sesenta los niños de mi barrio aprendimos a leer cambiando tebeos. En un claro precedente de lo que después sería el videoclub, muchas papelerías se dedicaban a este pequeño negocio. Incluso existía cierta especialización. La madre de una amiga mía tenía un quiosco de madera, en una escalera de la calle del Tenor Masini, dedicado a la novela rosa. Aunque yo prefería la papelería Jordi, en La Torrassa. Los sábados por la mañana me iba a cambiar cuadernos de Hazañas bélicas y de vaqueros, en especial de Tex Willer, que soltaba frases del tipo: "Algunas personas son como las piedras de río: lisas y brillantes por fuera, pero si las giras están llenas de gusanos". Pura filosofía tex-mex.
Sin saberlo, pasé mi infancia en una localidad del viejo Oeste. Ya debí de suponerlo tras ver El fabuloso mundo del circo, película extraña para los niños de la época, poco acostumbrados a ver nuestra ciudad en el cine. Y mucho menos con John Wayne (comensal satisfecho del restaurante Los Caracoles), que hacía de director de un circo americano perdido en la capital catalana. Ese mismo año de 1964 hubo un tímido intento de crear una industria cinematográfica local, en los estudios Balcázar de Esplugues de Llobregat, donde se construyó un poblado del Far West. Aunque -marca de la casa- películas como Pistoleros de Arizona eran protagonizadas por actores tan raros para el género como Charles Boyer, Klaus Kinski y Christopher Lee, en una especie de western existencialista.
Después estaba la legendaria visita del circo de W. F. Cody (más conocido por Buffalo Bill), aún recordada con asombro por las vecinas de mi abuela. Contaban que, cuando llegó al puerto de Barcelona, hacía seis días que habían asesinado a su estrella, el jefe Toro Sentado. Compungidos por la noticia, instalaron la carpa en un solar -Muntaner arriba- mientras el señor Buffalo se hospedaba en el lujoso hotel Cuatro Naciones -Rambla abajo-, que también había alojado al general Ulises S. Grant.
En esos días, Cody dio una sonada rueda de prensa bajo el monumento a Colón, rodeado de guerreros con plumas, y en el hospital de la Santa Creu le sacaron una muela que estuvo mucho tiempo exhibida en una vitrina. Sus sioux, sueltos por la ciudad, fueron acusados hasta de haberse zampado a dos niñas que habían desaparecido en Gràcia; incluso dos de ellos y el jefe de pista, Franck Richmond, murieron de cólera y deben de seguir enterrados, en Poblenou los primeros y en Montjuïc el último.
En esas fechas, otro conocido conciudadano, Francesc Roig Manovens, seguía en Estados Unidos, adonde había emigrado con 14 años. A su regreso, consiguió hacerse con cierta fama gracias a las batallitas que contaba, narrando cómo había cazado bisontes con Buffalo Bill o describiendo las costumbres de los pieles rojas. Tan popular se hizo que, años después, arrendó la famosa pastelería La Colmena -en la plaza del Àngel-, hoy regentada por su nieto J. M. Roig Campmajor, situada -por los caprichos de la vida- enfrente de una tienda dedicada a los nativos norteamericanos.
No obstante, lo más cerca que llegamos a estar del salvaje Oeste fue en el cine Capitol (Can Pistoles), junto a Canaletes. O al pasar por debajo de algunas casas, adornadas con pétreas cabezas de indio, en las calles del Duc de la Victòria, Salvà y Girona. Y por supuesto, al cruzarnos con el sheriff de La Rambla, que se pasó la década de los setenta disparando con un Colt de plástico a los transeúntes. A veces, cuando alguien le miraba mal, murmuraba: "Nada es lo que parece". Y Tex Willer se revolvía de gusto en su silla de montar.
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