Beber y matar en la selva
Los congoleños temen a su corrupto Ejército tanto como a los rebeldes tutsis - Miles de soldados, borrachos y hambrientos, combaten en la guerra
Llevan la casaca andrajosa y sin abrochar, el pantalón sucio y unos zapatos que no merecen ese nombre. Suelen pedir dólares a bocajarro. O tabaco. En ocasiones, huelen a alcohol y ni se molestan en esconderse: portan una botellita de kasiksi, un vino de palma muy indigesto para los no iniciados pero que sabe a gloria a los soldados que se preparan para morir en una guerra que no entienden. En ese estado precario se bate el Ejército de la República Democrática del Congo al este del país, en una de las guerras olvidadas de África.
Son 25.000 soldados (algunos visten uniforme reluciente; otros parecen mendigos), apoyados desde la retaguardia por 17.000 cascos azules. Son incapaces de reducir a 4.000 rebeldes tutsis congoleños liderados por Laurent Nkunda, muy bien conectado con Ruanda. La crisis se ha desbordado: hay 440.000 refugiados, el 20% de la población de la región. El Gobierno ha invitado a los rebeles a asistir a una conferencia de paz a finales de diciembre en Goma, la polvorienta capital de Kivu Norte, donde se vive el último capítulo de la guerra.
"Hace mucho que no cobro, y no he comido desde ayer", dice un soldado
En las guerrillas abundan niños que mueren sin saber contra quién luchan
La carretera que une Goma con Rugari, una pequeña población de chabolas y campesinos humildes convertida en el frente más oriental de esta guerra, huele a pólvora. Cada palmo está tomado por soldados, que quieren resarcirse aquí de las humillaciones que les está infligiendo la guerrilla. Tienen siempre los ojos clavados en el imponente Monte Mikeno, de 4.300 metros de altura, y apartan con malas pulgas a los curiosos que salen de sus cabañas para ver la guerra en primera fila. Los civiles observan en silencio: se masca el miedo.
Un joven soldado apostado en la destartalada carretera empuña un Kaláshnikov y se prepara para entrar en combate. Los rebeldes están muy cerca, quizá a unos metros, protegidos por la espesa selva. Cualquier despiste puede ser letal, pero el soldado se tambalea: aunque está en primera línea del frente de guerra, sus enrojecidos ojos delatan que ha bebido demasiado.
"¡Por fin les vamos a dar!", clama un oficial. De un viejo antiaéreo ruso salen obuses hacia la montaña -10, en apenas un minuto- que amenazan con reventar los tímpanos cercanos. El oficial sonríe: "Allí se esconden los tutsis, pero esta vez caerán", añade, satisfecho. Su escolta exhibe con orgullo dos fusiles de asalto como prueba de que ahora van en serio: un M-16 estadounidense y un viejo AK-47 ruso. A su lado pasa un chico con aspecto de adolescente y mirada torva: carga un RPG-7, el mortífero lanzagranadas que tantas muertes ha causado en el Tercer Mundo. Éste es de China.
El gran despliegue militar en la carretera que cruza el parque Virunga no es, sin embargo, garantía de nada. Borrachos o no, el arma de los soldados congoleños está siempre a punto. Y si no llega el enemigo, el pato lo paga la población civil: en la calle, todos dicen desear el triunfo del Ejército frente a los rebeldes, pero temen a ambos casi por igual. Los abusos de soldados contra los civiles que supuestamente defienden están bien documentados por las organizaciones de derechos humanos.
"Hace mucho que no cobramos y no he comido nada desde ayer", explica airado un soldado que vaga cerca de Rugari. Y se pregunta: "¿Con qué moral quieren que luchemos?". En la carretera se avista un soldado de guardia acompañado por su esposa, que prepara algo de comer. Será poco y difícilmente matará el hambre -apenas se puede encontrar repollo, cebollitas, alubias y, con suerte, algo de carne de cabra-, pero con toda seguridad será más de lo que le dará el Ejército.
Kinshasa manda dinero a los batallones en función del número de soldados que agrupan y algunos mandos hinchan el censo para recibir más. El dinero suele detenerse aquí: raras veces llega a los soldados, lo que mina aún más su moral. El Gobierno ha destituido ya a varios jefes militares, y el Ejército, herido por la humillación a manos de los rebeldes, no oculta su malestar: el ruido de sables es impreciso, pero empieza a ser audible. "Tenemos a varios generales corruptos que sólo desean prolongar la guerra para ganar más dinero", se atreve a decir uno de los soldados que se preparan para entrar en combate en el Monte Mikeno.
En Rugari, el Ejército sí parece a ratos un Ejército. Un comandante orondo se pavonea ante los mirones mientras da instrucciones a una treintena de soldados en fila que en pocos minutos marcharán rumbo a la montaña. Dos batallones han partido ya y sus compañeros lanzan obuses desde la carretera para allanarles el camino.
Los rebeldes conocen bien el terreno y siempre les queda la posibilidad de refugiarse en Ruanda, cuyo Gobierno protege a sus hermanos tutsis. Pero los insurgentes suelen preferir lanzar pequeñas incursiones hacia la carretera para asustar a la exhausta población civil.
El temor a Nkunda, el líder rebelde, y a los tutsis está muy extendido en la zona. Son menos del 5% de la población y se les considera extranjeros, ruandeses y quintacolumnistas, pese a que llevan siglos asentados aquí. Es la milicia más organizada, pero hay muchas otras. Los interahamwe (los que matan juntos), radicales hutus que huyeron de Ruanda en 1994 tras perpetrar el genocidio, están también muy cerca de donde el Ejército bombardea. También están los Mai Mai, somatén de autodefensa que protege muy poco y saquea mucho. Y los Rastas, extraña guerrilla hutu con pretensiones místicas. La lista es tan larga como inextricable. Todos se han aliado con casi todos y han peleado contra todos. Las armas nunca faltan: la zona es muy rica en minas y los padrinos suelen ser generosos.
Entre los soldados congoleños que pululan alrededor de Rugari se ve a unos cuantos que rozan la mayoría de edad. En las guerrillas abundan los niños soldados, como constata María Mora, española de Save the Children: "Todos los grupos utilizan niños y en las últimas semanas han reclutado a muchos a la fuerza", explica en Goma. Es muy probable que esos niños mueran sin saber ni siquiera a qué grupo estaban combatiendo. Y lo que es aún peor: ni siquiera llegarán a saber por qué.
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