El enemigo en casa
"Mira que le tengo dicho: Adolfo, lee, hombre, que los libros no muerden. Pero nada. Como si le hablara a la pared". El vicepresidente económico Fernando Abril Martorell, lector voraz de las corrientes de pensamiento que perfilaron la política española entre los siglos XVIII y XX, se desesperaba ante el estilo espontáneo, pragmático y prodigiosamente intuitivo con que su jefe y amigo, Adolfo Suárez, pilotaba la delicada misión de sacar a un país de la dictadura y abrir paso a la democracia sin más traumas que los necesarios.
Y él mismo, que en el fondo siempre miró un poco por encima del hombro al presidente por su escueto bagaje cultural, sucumbió como tantos otros ante su finísimo olfato político y simpatía personal. Cuando fue destituido, después de dos años como su alter ego en la soledad de La Moncloa, comentó amargamente. "A Adolfo se le ha subido el éxito a la cabeza. Cree que puede con todo, hasta con este avispero que es el partido. Ojalá no se equivoque". Se equivocó.
No fue la legalización del PCE, que removió los cuarteles; ni la ley del divorcio, que estrenó a la Iglesia en el arte de vaticinar desgracias para las familias españolas, y que le hirió en lo personal (su enérgica esposa, Amparo Illana, pertenecía al Opus Dei). Tampoco pudo con él la durísima oposición socialista ("Tahúr del Misisipi", Guerra dixit); ni la crisis económica del 79: su aparición en televisión en vísperas electorales, aquel "puedo prometer y prometo", dio un vuelco a las encuestas y revalidó la victoria de UCD. Ni siquiera el terrorismo, que abocó a España al golpe de Estado. Ni Tejero. Ni Milans o Armada. Fueron sus propios compañeros, enredados en infinitas luchas de poder, quienes le asestaron la puntilla. Suárez dimitió y desde su nuevo partido quiso ser la bisagra que contrapesara el poder de las minorías nacionalistas. Tampoco lo logró. Suárez dejó la política en 1991.
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