Mala paz fría
El enfriamiento estratégico entre Rusia y Occidente, junto al cambio climático, presidió ayer en Heiligendamm (Alemania) la apertura de la cumbre del G-8. La actitud de Vladímir Putin y su creciente retórica antiamericana -a la par que unas justificadas críticas occidentales al deterioro de las libertades y la democracia en Rusia- no auguran una vuelta a la guerra fría, término desechado por el propio Bush, pero sí a una incierta y gélida paz y una tensión que no responden a los intereses de ninguna de las partes. Hay demasiadas crisis abiertas -véase el futuro de Kosovo o la carrera nuclear iraní- que interesan resolver tanto a rusos como a americanos y a europeos, y en los que Moscú tiene mucho que decir y hacer.
El anuncio del despliegue en Europa de parte de un sistema limitado de defensa contra misiles balísticos ha enfriado la relación entre Moscú y Washington, cuando ni siquiera se sabe si funcionará. Está totalmente fuera de lugar la amenaza de Putin de que "los misiles rusos volverán a apuntar a Europa". El escudo no plantea en sí una amenaza a Rusia. El problema surge con el proyecto de Washington de instalar un radar y una lanzadera de 10 cohetes interceptores en la República Checa y en Polonia, países que están en su derecho de aceptarlo, aunque hubiera sido mejor una decisión fruto de una reflexión multilateral europea y no de una imposición norteamericana a dos países de la nueva Europa. Moscú no tiene derechos sobre su antiguo imperio soviético, aunque cabe el compromiso de no instalar bases y tropas de la OTAN en territorios del otrora Pacto de Varsovia.
Este escudo tiene una carga geoestratégica, de forma que empieza a cundir la idea de que protege no sólo contra posibles cohetes iraníes, sino contra el aliento del oso ruso, especialmente para aquellos países que se sienten más amenazados y no consideran que la solidaridad europea sea clara y suficiente. Putin, por su parte, está presidiendo la recuperación del poder ruso, aunque a costa de la democracia interna y de las libertades.
El presidente ruso ha aprovechado la situación para poner en duda dos acuerdos decisivos en la posguerra fría europea, como el tratado sobre armas convencionales y el que eliminó los misiles nucleares de alcance medio e intermedio (500 a 5.500 kilómetros). Y lo hace no porque Europa amenace, sino porque otros vecinos suyos se están dotando de nuevas armas. Mientras, Europa es más espectadora que actriz ante este drama. Hoy, en Heiligendamm, cuando Bush y Putin se vean a solas por primera vez en meses y preparen su reunión para julio, deberían empezar a recomponer los platos rotos. Y también los europeos debieran ser más activos en esta tarea.
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