El triunfo de la democracia
Se pueden aducir todas las causas que se quieran, Irak, la corrupción de la cúpula parlamentaria republicana, el incontrolado déficit fiscal y un interminable etcétera. Pero, la estrepitosa derrota de George W. Bush el pasado martes en las legislativas estadounidenses tiene unas raíces más profundas. Se debe, en mi opinión, al sentimiento generalizado en el país de que esta Administración había abandonado primero, y pisoteado después, los principios sobre los que descansa toda la arquitectura constitucional norteamericana, enunciados primero en la Declaración de Independencia de 1776 y desarrollados, 11 años más tarde, en la primera Constitución democrática escrita del mundo. "Cuando una larga serie de abusos y usurpaciones ... pretende [la instauración de] un despotismo, constituye el derecho y el deber [del pueblo] librarse de ese Gobierno". Este fue el mensaje que los representantes de las 13 colonias dirigieron en la Declaración de Independencia a Jorge III y este es el mensaje que los votantes norteamericanos han lanzado a otro Jorge, el 43 presidente de Estados Unidos.
Y no precisamente porque los republicanos controlaran el Ejecutivo, las dos Cámaras del Congreso y fueran mayoritarios en la Corte Suprema de Justicia del país. Sino por la forma en que este presidente, con la inestimable ayuda del vicepresidente Dick Cheney, obsesionado desde sus tiempos de jefe de gabinete del presidente Gerald Ford con blindar la autoridad de la presidencia, ha administrado ese poder. Aunque el país históricamente se ha decantado, de acuerdo con la teoría de controles y equilibrios entre las tres ramas de gobierno consagrada por la Constitución, por entregar el Congreso, o al menos una de sus dos Cámaras, al partido opuesto al del ocupante de la Casa Blanca, hay varios precedentes de una concentración similar a la actual. Lo que no ha existido hasta ahora ha sido la sensación de secuestro de poder por parte de la actual Administración, que se detectó, primero en Washington y que, posteriormente, se transmitió al resto del país. El Congreso republicano falló al pueblo americano en su primordial labor de control al Ejecutivo, convirtiéndose, salvo honrosísimas excepciones dentro de ese partido, en un mero apéndice de la Casa Blanca. Y ahora ese pueblo le ha pasado factura quitándole la mayoría de la Cámara de Representantes y, muy posiblemente, también la del Senado. Las famosas palabras finales de Abraham Lincoln, fundador del Partido Republicano, hace 143 años en Getisburgo parecen dirigidas a esta Administración: "Esta nación, bajo [el amparo de] Dios experimentará un renacimiento de la libertad y el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparecerá de la tierra".
Y, ahora, ¿qué pasará? ¿Se conformarán los demócratas con el cadáver de Donald Rumsfeld, merecida víctima de la derrota electoral y primer responsable del caos iraquí y cuya dimisión pidió el miércoles la próxima presidenta de la Cámara, Nancy Pelosi, o, exigirán un cambio dramático de rumbo en Irak, como sería una retirada de las tropas? Lo más probable es que traten de forzar un calendario flexible de retirada parcial, sin pisar demasiado el acelerador. Por dos razones. La primera, de orden constitucional. De acuerdo con la Carta Magna, corresponde al presidente la dirección de la política exterior y la jefatura de las Fuerzas Armadas. Y Bush tiene todavía dos años por delante como presidente. Y, la segunda de orden político. La única forma de conseguir una retirada inmediata de Irak sería la negación de fondos por parte del Congreso con destino a las Fuerzas Armadas destinadas en el país árabe. Y esa decisión equivaldría a un suicidio político para el partido demócrata en las presidenciales de 2008. A pesar de las pomposas declaraciones a favor del entendimiento mutuo en los grandes temas, formuladas anteayer por Pelosi y Bush, el presidente tendrá dificultades, muchas veces insalvables, para imponer su programa legislativo con un Congreso en manos de la oposición.
Pero, los demócratas tampoco dispondrán de un cheque en blanco para sacar adelante propuestas legislativas radicales. En primer lugar, el éxito demócrata se ha debido en gran parte a la presentación de un porcentaje elevado de candidatos centristas, perfectamente intercambiables con muchos republicanos, nada dispuestos a apoyar radicalismos que les costarían la elección dentro de dos años. Y, en segundo, no hay que olvidar que Bush conserva un arma poderosa: el derecho constitucional de veto y que, para anular ese posible veto, los demócratas precisan de una mayoría cualificada de dos tercios de las Cámaras, que, simplemente, están muy lejos de alcanzar.
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