La larga odisea africana de Esther
Una congoleña de 12 años viajó 30 meses para intentar emigrar a España
Esther Lukombo, de 12 años, esboza una frágil sonrisa. Ha recibido una llamada de su madre, desde Brazzaville, que intenta recaudar dinero para poder repatriarla de Marruecos a la República del Congo. Lleva cerca de tres años sin verla.
Fue su madre, divorciada y enferma, quien decidió enviarla a la conquista de Europa. Sentada en la salita de espera de Bayti, un centro de acogida para niños de la calle en las afueras de Casablanca, Esther narra su vida a borbotones, pero sin olvidar un detalle.
"Mamá me confió a Kofi y Rosette, un matrimonio con tres hijos más pequeños que yo y que iban a emigrar", recuerda Esther. Para convencerles, les dio 200 euros, además de pagar el billete de avión de su hija. "Le prometí que en Europa ganaría dinero y se lo mandaría", añade la pequeña.
Bamako (Malí) fue la primera etapa de un periplo que duró cerca de dos años. Allí les proporcionaron falsa documentación maliense antes de embarcar en un minibús desvencijado que les condujo a Argelia, pero la policía registró la casucha en la que pernoctaban una noche al borde de la pista e incautó sus papeles.
Para Esther, los largos trayectos en minibús, de noche y sorteando controles, eran una pesadilla. "Carecíamos de comida y agua, y hacía frío en el desierto; sufríamos mucho", recuerda.
En Argelia, gran productor de hidrocarburos, los subsaharianos suelen encontrar empleos agotadores y mal pagados que los argelinos desprecian. A la familia provisional de Esther, ese mísero sueldo le permitió subsistir e incluso ahorrar un poco para seguir adelante.
En un poblacho, cuyo nombre no recuerda, Kofi trabajó en una tejera y, más tarde, en las afueras de Argel, recogió tomates mientras Rosette lavaba platos en un restaurante. "Yo me ocupaba de los gemelos, de dos años, y del mayor, de seis", afirma la adolescente.
Cuando ya estaban a punto de dar el salto a Marruecos, a Rosette le robaron sus ahorros mientras se duchaba en el piso de Argel donde se hacinaban con decenas de subsaharianos. "Tuvieron que buscar de nuevo trabajo y nos quedamos mucho más tiempo", rememora.
El cruce de la frontera, teóricamente cerrada, entre Argelia y Marruecos es otro de los peores recuerdos de Esther. "Seguíamos los pasos de un guía congoleño que nos hizo caminar horas y horas de noche; sólo comíamos galletas y tenía los pies llenos de heridas", señala. En Oujda, la primera gran ciudad marroquí, les proporcionaron de nuevo documentación falsa "de gentes que ya estaban en España".
En vez de subir hacia el norte, para acercarse a Melilla, el grupo de Esther puso rumbo a Casablanca, donde el páter familias confiaba en encontrar algún trabajillo. Una pelea por un muslo de pollo y los golpes que le propinó Kofi incitaron a Esther a separarse definitivamente de sus compañeros de viaje.
Después de deambular por las calles de Casablanca, Esther fue recogida, en Nochebuena, por Jean-Luc Blanc, un pastor evangélico que la colocó en el centro Bayti, una institución elogiada por su proyecto educativo. "Ahora va al colegio, consolida su francés, que habla con fluidez, y aprende el árabe", señala Blanc.
Deseosas de mejorar su imagen en África, después de la represión desatada en otoño contra la inmigración clandestina, las autoridades marroquíes invitaron a un grupo de periodistas subsaharianos. Bayti figuraba en su recorrido.
"Si hay un congoleño entre ustedes, debe ayudarle a reencontrarse con sus padres", les espetó Najat Mjid, directora de Bayti. Un periodista era congoleño y relató en su país la odisea de su compatriota. Su madre, en Brazzaville, no lee periódicos, pero en el barrio la noticia de que el diario hablaba de Esther corrió como la pólvora. No tardó en comunicarse con ella.


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