Estrellas junto al Everest
ATRÁS QUEDARON las interminables jornadas de viaje en jeep traqueteando sin descanso. Atrás, los días carentes de las comodidades que, en nuestras vidas cotidianas, inadvertidas pasan ante nuestros ojos: agua, luz, calefacción, sábanas. Como si de un sueño se tratara, descendimos de la furgoneta oficial que transita dentro de los límites del parque natural de Qomolangma, y allí estábamos: en el monasterio de Rongbuk, punto de partida del camino forestal que conduce al campamento base de la cara norte del monte Everest.
Ocho kilómetros separan el albergue, junto al monasterio, del campamento. Apenas 200 metros de desnivel entre ambos puntos y una marcha de alrededor de seis horas, ida y regreso, presas del mal de altura, inapreciable hasta ahora.
La meta justifica cualquier sufrimiento: 5.200 metros de altura, a escasa distancia de la mole de nieve que da forma al Everest. Y sentir el viento gélido en nuestras caras atónitas. De vuelta al refugio, apenas un camastro, ateridos por el frío con el que nos recibe el atardecer contemplamos la puesta de sol. La nieve, inmaculada, comienza a tornarse dorada, minutos más tarde pasa a ser violeta y termina siendo azul marino. La noche ha llegado. Nuestros caseros nos obsequian con una hora de luz eléctrica, 40 vatios de los que decidimos prescindir.
Las emociones, el frío, el cansancio nos invitan a dormir. Pero las estrellas que se divisan son un motivo suficiente para obligarnos a no rendirnos al sueño. Están todas, hasta las que murieron hace años y su luz sigue viajando hacia la Tierra, más cerca que nunca. Atrás quedaron las ilusiones de ver el cielo del mundo, es el momento de saborear el sueño cumplido.
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