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Columna
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Tómbola inmobiliaria

El azar es el eje de una de las escuelas filosóficas más influyentes de toda la historia de la humanidad: la escuela filosófica de la suerte, de la chamba y la chiripa. Encomendamos a un décimo de lotería la corrección de nuestro futuro. Nos enfrentamos a la astucia de los crupieres de los casinos con la esperanza de que la matemática esotérica de la posibilidad se ponga de nuestra parte. Nos santiguamos antes de salir de viaje. Atribuimos a objetos aleatorios una función sagrada de talismán. Tocamos madera ante el más mínimo riesgo de mal fario. Curiosa tribu la nuestra, camaradas.

En Sevilla acaban de sortear 720 pisos. O más exactamente: 720 opciones a adquirir un piso a precio de piso y no a precio de palacio califal. Una rifa de ladrillos, como si dijéramos, aunque lo tradicional en estas fechas sea rifar cestas navideñas, con su exuberancia de conservas y embutidos, de turrones jijonencos y de licores más o menos escoceses. Las peticiones pasaban de 41.000, de modo que ha habido más de 40.000 defraudados, más de 40.000 personas que han visto derrumbarse los cimientos metafísicos de su fe en la suerte. Mala suerte. La compra de una vivienda se ha convertido para muchos en una probabilidad sujeta a unas secuencias mágicas, a un albur venturoso cifrado en el girar de un bombo lleno de bolitas, como si el género humano estuviese condenado a la ansiedad perpetua de los concursantes, a la ilusión contingente de la chamba, a la esclavitud de las combinaciones azarosas. Miles de personas expectantes ante un bombo no ya para que les toque un aluvión de dinero o una simple cesta de Navidad, sino para poder comprar un piso sin tener que enriquecer a las inmobiliarias, y no porque tengan nada en contra de los promotores inmobiliarios, sino porque los pobres procuran evitar en la medida de lo posible enriquecer a los ricos, cosa que sólo consiguen muy de tarde en tarde y sin que sirva de precedente, porque a ver de dónde iban a sacar el dinero los ricos si los pobres se pusieran tacaños. Ante la incomodidad de montar una revolución, los pobres prefieren confiar su destino a una tómbola. Ante la imposibilidad de que los promotores sean juzgados por extorsionistas, los pobres prefieren encender una vela al dios de la suerte, que es un dios sordo, como casi todas las divinidades. Ante la pasividad de los políticos ante todo ese entramado de especulaciones, recalificaciones y abominaciones en que se ha convertido el negocio inmobiliario, los pobres se conforman con que un día el bombo de la tómbola de los ladrillos les permita comprar una vivienda por su justiprecio, no por el 400% de su valor. Ante los políticos que se dejan comprar por las inmobiliarias como si en vez de políticos fuesen fincas, los pobres recurren al fatalismo, porque comprenden que la vida son tres días y que todos andamos siempre pendientes del girar de algún bombo.

720 viviendas y más de 41.000 ilusiones. Una mala proporción, se mire como se mire. Mientras tanto, los constructores de viviendas de precio libre deben de morirse de risa ante la tómbola inmobiliaria de los menesterosos, porque esas 720 viviendas son una mera coartada política para justificar la construcción de miles y miles de viviendas que no dependen del capricho de un bombo, sino de un golpe de talón. Y santas pascuas.

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