Él y él

Sucedió en el Ayuntamiento madrileño de Tres Cantos. Una pareja de las llamadas de hecho que llevaba más de treinta años compartiendo el pan y la cama, los avatares de una vida difícil y otrora desdeñosa, contraía por fin matrimonio ante los ojos amables de un grupo de allegados y unos versos de Neruda. Nada tendría de particular un hecho así, puesto que las bodas civiles proliferan a centenares y a diario en España, pero ésta aportaba la guinda de celebrar la unión entre dos novios del mismo sexo.
Muchas veces lo insólito adquiere carta de naturaleza ejemplar y la sencilla ceremonia que ofició el edil de Tres Cantos el pasado lunes amparándose en la ley, en los nuevos artículos del Código Civil que entraron en vigor el 4 de julio, fue precisamente un ejemplo de elegancia, de discreción y de verdad. De elegancia porque la pareja no hizo ostentación de nada y se guardó para sí cualquier manifestación chabacana y evidente del amor que llevan profesándose más de tres décadas. De discreción porque ambos llegaron en un pequeño utilitario eludiendo a la prensa y se marcharon sin tracas ni fuegos de artificio. De verdad por el simple detalle de haber demostrado con creces lo que es un afecto sólido, cómplice y firme en un contexto social nada propicio para la resistencia. Ya quisiéramos muchos de nosotros, amparados en la norma, en esa heterosexualidad que nos permite gozar de toda aceptación y privilegio, hacer uso del respeto y la tolerancia, del amor en suma, que Carlos y Emilio se han venido dedicando contra viento y marea.
Tanto la apocalíptica situación que se nos quiso pintar el pasado 18 de junio como la alarma que ha desatado el Foro de la Familia se desmoronan indefectiblemente ante el caso que nos ocupa. Aunque siempre es más cómodo imaginar, cuando se habla de dos homosexuales, a dos grasientos moteros mal afeitados besándose en la puerta de una escuela que aceptar la envidiable lección de quienes saben amarse probablemente para siempre, leen a Cernuda alguna noche y pasan por la vida sin apenas ruido, sin salpicar a nadie.
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