El pasillo de mi casa
Qué quieren que les diga, a mí siempre me han resultado un tanto obscenas las imágenes que anualmente nos ofrece la carrera París-Dakar. Me resultan como una especie de violación de espacios. Y no me refiero al espacio natural en que se desarrolla la carrera, lo único en que se fijaría un ecologista para condenarla, sino al espacio humano que atraviesa. Un espacio de pobreza y subdesarrollo humano doliente que los europeos invadimos con nuestra fiesta, atentos únicamente al riesgo y dificultad en su práctica, con desprecio ignorante de quienes viven y sufren allí. Corren entre la pobreza, quizás porque ésta añade a la competición el toque de rareza exótica tan apreciada en todo espectáculo.
Hay algo de comportamiento infantiloide en la idea de usar nuestras calles como autódromo
Bueno, pues algo parecido siento cuando veo anunciada a bombo y platillo la carrera de automóviles por las calles de Bilbao, cuando me entero del uso inapropiado a que se destinarán éstas durante unos días, el de servir de estrambótico escenario para una carrera de coches. Hay algo de violación de un espacio imaginario, de desperdicio de un valor simbólico creado anónimamente por unos ciudadanos a lo largo de decenios de convivencia, de estulticia profunda, en malgastar en uso tan fútil un espacio tan valioso. Porque en nuestro modelo europeo de ciudad la calle es el espacio público y convivencial por excelencia, el ágora donde entramos en relación los unos con los otros. Las ciudades están construidas a lo largo de las calles, no al revés.
Por eso, el pensar en carreras de bólidos por las calles, imaginarlas convertidas en pistas de competición, me retrotrae a mis tiempos infantiles, cuando junto con mis hermanos intentaba convertir en campo de fútbol el pasillo de mi casa. Pretendía usar las cosas sin atender a su valor público referencial. Pretensión a la que mis padres se oponían radicalmente, pues sabían muy bien que no debía permitirse una tal banalización de un espacio familiar cargado de simbolismo. Sabían muy bien algo que hoy estamos ya en trance de olvidar, que las cosas tienen un valor propio y que mantener una relación adecuada con ellas es enormemente enriquecedor para nuestra personalidad.
Esto puede sonar a herejía en nuestra sociedad, pues es un rasgo notorio de la misma, como subrayó Eric Fromm, el haber perdido la relación íntima con las cosas de nuestro entorno, aquella relación duradera, respetuosa, casi sagrada, que las familias burguesas mantenían con sus habitaciones, sus muebles, su ropa, su ajuar. La actual sociedad de consumo abomina de una tal relación, las cosas están ahí para ser usadas y tiradas, consumidas en un goce instantáneo. Por ello es por lo que existe una relación directa entre consumismo e infantilismo, pues aquél desarrolla y aprovecha al máximo las tendencias infantiloides siempre presentes en el ser humano. El tipo de comportamiento entrañado en la idea de usar nuestras calles como autódromo.
La sociedad actual consume aceleradamente, como si fueran gadgets dejados ahí para nuestra diversión, las cosas cargadas de historia y simbolismo con que nos hemos encontrado al llegar al mundo. Dilapidamos nuestra herencia. Y no me refiero ahora al medio ambiente (que también), sino a las cosas que nos ha legado un pasado cargado de esfuerzo y trabajo. Cornelius Castoriadis escribía que el capitalismo se desarrolló usando, de una manera irreversible, una herencia histórica creada por épocas anteriores que ahora se encuentra incapaz de reproducir. Asistimos a la emergencia de un tipo antropológico de individuo (que recuerda vagamente a los ciudadanos romanos del Imperio) que ya no tiene relación con aquel que creó este régimen, el que fue capaz de hacer las revoluciones americana o francesa o asumir los roles de la revolución industrial. Un individuo que es capaz de convertir en pista de carreras el pasillo de su casa, y celebrar a carcajadas el grotesco espectáculo resultante.
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