Los visitantes

Hace dos semanas me contaron la historia. Me la contó una amiga a quien no veía desde hacía veinte años. Yo la recordaba joven, guapa y lista; cuando la encontré en la estación del tren pensé que ya no era joven, pero que todavía era guapa y seguía siendo lista. Hicimos el viaje a Barcelona juntos. Durante el trayecto me puso al día de su vida: me habló de su trabajo y me contó que se había casado, que había tenido un hijo, que se había divorciado, que sus padres habían muerto. Yo también le puse al día de mi vida y, no sé por qué, le conté lo siguiente. Tres semanas atrás tenía que viajar a Rusia en compañía de un amigo; mi amigo viajaba desde Madrid y yo desde Barcelona, y debíamos encontrarnos en Ginebra para volar juntos hasta Moscú. Sin embargo, al llegar aquella mañana al aeropuerto me dijeron que mi visado no estaba en regla y que no podía viajar. Deprimido, llamé a mi amigo, que me maldijo a gritos: "¡Pero qué coño quieres que haga yo dando vueltas solo por la plaza Roja como un gilipollas!". Me reí; él también se rió. Nos despedimos. Pero mientras volvía a casa imaginé mi asiento vacío en el vuelo Ginebra-Moscú y tuve un presentimiento espantoso; traté de ahuyentarlo, pero no pude. Llamé a mi amigo: no me contestó. Tres horas más tarde sonó mi móvil; lo cogí temblando, seguro de que una voz iba a anunciarme que el avión que volaba desde Ginebra a Moscú se había estrellado. "¡Hay que ser gilipollas!", oí con inmenso alivio: era mi amigo desde Ginebra. "Hay un error en mi visado y me vuelvo para casa: ¡al carajo con la plaza Roja!". "Claro", dijo mi amiga en el tren. "A mí me ocurrió una cosa parecida, sólo que más rara". "¿Más rara?", pregunté. "Es una historia un poco larga", dijo. "No importa", contesté. "Tenemos tiempo".
La historia empezaba diez años atrás, cuando a mi amiga le diagnosticaron una colitis ulcerosa, una enfermedad crónica que consiste en la ulceración completa del colon. "Una cosa jodida", explicó. "Más o menos cada dos años ingresaba en el hospital Trueta, desangrándome, y me pasaba allí por lo menos un mes". Durante esas estancias hizo algunas amistades, entre ellas la del sacerdote del hospital. "Se llamaba mossèn Joaquim", explicó mi amiga. "Lo conocía de antes. Yo sigo siendo anticlerical, no sé tú, pero el hombre era muy agradable y me hacía compañía". Un día, exactamente el 7 de marzo de 2001 -lo recordaba muy bien-, ingresó de urgencia en el Trueta, víctima de una crisis más aguda que las anteriores, y durante los dos días siguientes sobrevivió a base de transfusiones. La noche del segundo día, su compañera de habitación llamó a las enfermeras y, después de que éstas le cambiaran las sábanas empapadas y limpiaran la sangre que encharcaba el suelo, mi amiga se desmayó. Cuando recobró el conocimiento, el cirujano estaba a su lado; le dijo que la iban a operar de inmediato. "Me voy a morir, ¿verdad?", le preguntó mi amiga. El cirujano le acarició un brazo y, con la voz inconfundible con que se dicen las mentiras, le dijo: "No". Cuando se quedó a solas sintió que se iba. "Así que esto es la muerte", pensó. No se sintió triste, porque supo que estaba muriéndose sin miedo ni angustia. Horas después, antes de entrar en el quirófano, las fuerzas todavía le alcanzaron para garabatear en un trozo de papel higiénico unas palabras para su hermano: "No olvides que he vivido bien y que he sido más fuerte y más lista de lo que creías".
La operación, durante la cual le practicaron una colonectomía total, fue un éxito, hasta el punto de que la enfermedad no se ha vuelto a reproducir, y el domingo del primer aniversario de aquella intervención a vida o muerte decidió que iba a celebrarlo llevando pasteles y champaña a casa de su hermano. Luego decidió que no debía celebrarlo, para que su hermano no la acusase de débil, tonta y sentimental. Pasó el día con su hermano y su hijo, pero no les dijo nada, y cuando llegó a su casa por la noche se sintió orgullosa de sí misma. Feliz, se puso a ver una película en la tele; la recordaba: era Los visitantes, de Elia Kazan. En mitad de la película sonó el teléfono; lo cogió. "¿Funeraria Poch?", oyó. Le faltó el aire; tras un silencio consiguió articular: "Es una broma, ¿no?". "De ninguna manera", dijo una voz escandalizada. "Permítame que me presente: me llamo mossèn Joaquim y soy el sacerdote del hospital Trueta". Lo que siguió fue una conversación aterradora, hilarante y absurda, durante la cual comprendieron que el sacerdote se había equivocado de teléfono. "Llamaba a la funeraria porque hoy se ha muerto una pobre chica", dijo mossèn Joaquim; añadió: "Y ahora que lo pienso, hija, se ha muerto de colitis ulcerosa y tenía la misma edad que tú". Mi amiga no recordaba más, y al día siguiente se despertó deseando que todo hubiera sido una pesadilla y sabiendo que no había sido una pesadilla. "Desde entonces pienso a veces en la mujer que murió", concluyó mientras entrábamos en Barcelona. "Es como si fuera mi amiga y como, no sé, como si por error hubiera ocupado mi asiento en el vuelo Ginebra-Moscú".
Nos despedimos en la estación del paseo de Gracia, no sin antes prometer que volveríamos a vernos. Pero no nos dimos los teléfonos.
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