¡Jinete va!
Un fantasma recorre Madrid, murmuraste el otro día. Y así fue, ciertamente. De madrugada, sobre la plataforma de un vehículo a motor, la estatua ecuestre de Franco emprendió su retirada, envuelta en lonas blancas y flotantes, no hacia el vertedero de la vileza, donde mejor se adecua su merdellón, sino hacía un oscuro y clemente almacén, en expectativa de destino. Aunque nadie está interesado en reclamar su incómoda titularidad que, al parecer, imprime carácter de facha. Pues aquel fantasma, con tanta chatarra y horrores encima, partió entre un exiguo coro de histerias, plañidos, nostalgias y gestos patéticos de despedida. Pero cuarenta y nueve años evocando en bronce la desolación y la crueldad de una victoria levantada a tiros y punta de bayoneta, sobre miles de cadáveres, de cárceles, de hambre y de esclavitud, eran ya demasiados años para soportar el recuerdo de la infamia, a la vuelta de cada esquina. El golpismo, perpetrado con deslealtad y ausencia de escrúpulos, que arrasó sin contemplaciones la libertad del pueblo y la legalidad republicana, nunca debió encaramarse a los pedestales de las plazas públicas, y aun menos merecer la tolerancia de una democracia que no supo, en sus inicios, sentarle la mano a cuantos símbolos, rótulos de calles y avenidas, y monumentos, magnificaran una larga era de dictadura, represalias y comportamientos totalitarios. Conozco que andas tratando de enmendar tanta desidia o tantos recelos, más o menos ocultos. Y repites que el jinete de la estatua, por fin desarbolada, no era ningún héroe epónimo: era una pesadilla. Y que quien pretenda hacer historia a pie de pesadilla, además de ir sobrado de apaños, está exhibiendo su retrato y hasta el color de los forros de su retrato, que tienen mucha tela. Después de la estatua ecuestre de la plaza de San Juan de la Cruz, habrá, cuando menos, que almacenar otras estatuas de igual o parecida catadura. Su sola presencia es ya un atentado a la ética, a la estética y a los principios constitucionales. No se debe exaltar al espadón, ni aupar a las peanas al verdugo y a la muerte. Abramos los postigos y arrojemos la bacinada: ¡jinete va!
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