Raros o muy raros

Los grandes futbolistas se dividen en dos categorías: los raros y los muy raros. Los raros son los que viven en su propio mundo, con biorritmos absurdos y un discurso mental apenas comprensible. Gente como Garrincha, con un coeficiente intelectual tan bajo que apenas entendía las reglas del juego; como Romario, que vivía de noche y entre siesta y siesta marcaba goles mágicos; como Best o Maradona, que sólo interrumpían su metódico proceso de autodestrucción cuando saltaban al campo. Luego están los muy raros, los que poseen tal fortaleza mental que son capaces de vencer la duda, la fatiga, la rabia y el peso de su propio icono (la adulación masiva y la transformación en símbolo local o nacional son potencialmente fatales para un hombre joven) y mantienen fresca la voluntad de victoria durante toda su carrera. Di Stéfano, Pelé, Maldini, Beckenbauer, Charlton, Baresi o Shevchenko son ejemplos.
En el lado de acá, en el de la normalidad, se quedan los que, pese a unas exquisitas condiciones técnicas o un físico privilegiado, padecen, como casi todo el mundo, crisis de fe en sí mismos, o arrebatos de soberbia, o episodios abúlicos. O simple pereza. Por citar un caso: si Totti tuviera un cerebro a juego con sus piernas, sería el colmo. ¿Y si Ronaldo se entrenara como Maldini? Nunca se sabrá porque nunca se dará el caso.
Todo esto viene a cuento de Adriano. El delantero del Inter, de 22 años, acabó la temporada pasada en una forma espléndida, en el verano hizo una Copa de América sensacional con Brasil y en el otoño parecía por encima de cualquier rival. Era imparable. Tuvo incluso un detalle de los que definen a los grandes, a los muy raros: viajó a Brasil para enterrar a su padre y al regreso, casi directamente desde el aeropuerto, se unió a sus compañeros para jugar un partidazo en la Copa de Europa. Mente fuerte, dijo la gente. Un fenómeno.
Y entonces llegó una pequeña lesión, una nadería que le permitió descansar un par de jornadas. Se esperaba que volviera como un ciclón. Y, sin embargo, volvió irreconocible. El último gol en jugada de uno de los arietes más cotizados del planeta, un tipo por el que el Chelsea ofrecía 50 millones de euros, data del 4 de diciembre. En ese encuentro, contra el Messina, marcó tres. Después se apagó.
Desde entonces, Adriano lo intenta todo y no consigue nada. Es lento y previsible. El técnico interista, Roberto Mancini, se rindió a la evidencia y le dejó en el banquillo en un partido tan importante desde el punto de vista emocional como el derby contra el Milan. El sábado recuperó la titularidad frente al Lazio y ofreció adicionales muestras de impotencia.
Físicamente, está bien, lo que reduce el problema al ámbito mental. Dentro de ese ámbito, caben dos explicaciones: o no tiene confianza en sí mismo o padece el síndrome quiero-largarme-de-aquí, también conocido en San Siro como ronalditis. Ambas hipótesis le dejan fuera de la auténtica élite, la de los raros y muy raros que se portan como campeones incluso en las peores circunstancias. Hay, sin embargo, matices. La falta de confianza puede curarse del todo. La ronalditis es tratable con grandes dosis de dinero, adulación y caprichos, pero suele resultar crónica, con síntomas muy desagradables a la vista y graves efectos en el entorno del enfermo.
El sábado, José Mourinho estuvo en la tribuna del estadio Olímpico y, al término del Lazio-Inter, declaró que Adriano ha dejado de interesar al Chelsea. El Inter disputará el martes, con el Oporto, la última eliminatoria de los octavos de final de la Liga de Campeones: habrá que estar muy atentos para comprobar si lo de Adriano tiene o no tiene arreglo.
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