Donde habite el poeta
Andrés Sorel (Segovia, 1937) es un escritor de larga trayectoria que se ha ocupado de ciertos escritores poniéndose en su piel, en una mezcla de ficción y realidad, en la que los límites no están muy visibles. Es lo que ha hecho ahora, todavía no desaparecido el aroma dejado por el centenario del sevillano, con este Apócrifo de Luis Cernuda, aunque en su interior, en esta biografía anovelada o en esta novela basada en un poeta bien conocido y estudiado, el protagonista sea Albanio, aquel que aparece, entre otros recuerdos de su infancia, leyendo las obras completas de Bécquer, por ejemplo, en Ocnos, ese hermoso libro en prosa de Cernuda, cuya edición ampliada y definitiva no pudo conocer pues murió, un poco antes, un 5 de noviembre de 1963, en México. Sea Albanio o Cernuda quien protagonice este apócrifo, lo cierto es que Sorel ha querido poner voz a quien ya la tuvo, y muy sobresaliente, y el resultado, interesante en ocasiones, flaquea en otras, dado el inevitable artificio de la fórmula empleada. Es muy difícil darnos con verosimilitud y sin artificio el "yo" del poeta (ese inicio, forzadamente lírico, ese enlace con el final de la novela, que es el final de la vida de Cernuda, ese protagonista, Albanio o Luis, levantándose en su última, o penúltima noche, y apoyando la frente en el frío vidrio de la ventana, resulta tan discutible como, salvando las diferencias literarias, que las hay, aquella tendencia periodística tan en boga, en años recientes, de situar, pongamos, a Mario Conde apoyándose en el ventanal cerrado de una de las plantas del Banesto viendo a sus pies las luces y esa sacudida de creerse intocable). Sorel, no obstante, se ha acercado al escritor, desde el conocimiento y la admiración, y el libro, así, como una aproximación a, puede tener una justificación, pero nada más. No se trata de descalificarle, pero la novela que a Emilio Prados le dedicó Carlos Blanco Aguinaga, En voz continua (Alfaguara, 1997), sí es un ejemplo -excelente- de utilización del "yo". Ahí sí que monologaba Prados en voz alta, pero no sólo estaba hecho ese rostro con barro de documentación, sino con el barro de la autenticidad y de la verosimilitud. Aquélla era una novela en la que había un conseguido personaje de ficción, que se correspondía con un poeta real. Sorel a veces consigue salvar el escollo y superponer ambos, el real y el ficticio. Pero no siempre. Lo consigue en su parte mexicana, acaso la más emotiva, pues ahí aparece el Cernuda envejecido, desvalido y desnortado. La parte de esplendor, los años treinta, es muy esquemática, como si Sorel hubiera apretado el acelerador por creer demasiado sabido ese tramo. Uno, sin rechazar la aproximación de Sorel, recomendaría el ensayo de Jordi Amat Luis Cernuda. Fuerza de soledad (Espasa, 2003), en el que, desde su punto de investigador, Amat introduce su propio yo con resultados excelentes (compárese lo que dice el Albanio de Sorel de Serafín, su gran amor de los años treinta, con lo que de Serafín escribe Amat, y esa apostilla, encontrada al azar: "No sé y me importa relativamente poco si Cernuda recurrió a amantes de pago, pero estoy convencido de que a sus veintisiete años aún no había depositado en nadie con intensidad su deseo").
APÓCRIFO DE LUIS CERNUDA
Andrés Sorel
RD Editores. Sevilla, 2004
256 páginas. 15 euros

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