Olas de muerte
El terremoto subterráneo que ha afectado a las costas de India, Sri Lanka, Indonesia, Tailandia, Malaisia, Maldivas y Bangladesh ha sembrado de miles de muertos (se habla de 23.000 y la suma sigue creciendo) a algunos de los países menos desarrollados del planeta. Y no es baladí el matiz del subdesarrollo en cuanto a la correlación entre las catástrofes y las cifras de fallecidos. No es casualidad que el mismo huracán que cuesta más de mil muertos en Centroamérica apenas cause unas decenas en los Estados Unidos. Ni que los deslaves de terreno dejen cientos de vidas en El Salvador y apenas daños materiales en Italia.
Que los mundos del planeta tienen diferentes ritmos no es noticia desconocida, ni lo es que sólo con la acción conjunta de todos y todas podremos conseguir que la brecha se estreche. Ésta es, en realidad, la causante de más del 80% de los muertos. Podemos echar la culpa a los terremotos, a los maremotos, a los volcanes o a las lluvias descontroladas, pero la última verdad es que construimos un mundo para salvar a unos pocos a costa de las vidas de miles de millones.
En épocas como la Navidad vivimos más a flor de piel el sentido de la solidaridad, pero pasado el día 7 de enero nuestras buenas "visiones" del mundo desaparecen como por encantamiento. Los grandes anuncios para apadrinar, para operaciones "kilo" o para colaborar en la salvación de pueblos enteros sólo nos motivan quince días al año. Ni uno más. Y todos nos damos cuenta; ésta es una carrera de fondo en la que todos los días de todos los años nuestra participación es imprescindible.
Aunque el motivo de la esperanza es que tenemos instrumentos para lograrlo. La tasa Tolbin, la condonación de la eterna deuda externa o el 0,7 para la solidaridad internacional son nuestros aperos de labranza para sembrar de verdad el espíritu de la solidaridad a lo largo del año.
Los veinte mil cadáveres no tienen solución. Pero los millones de afectados, sí. Nos miran. ¿Soportaremos su mirada.
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