Encontronazo
El pasado miércoles, a eso de las cuatro de la tarde, tuve un desagradable encontronazo con Forges. Él salía a pie de un aparcamiento, a muy pocos metros de la plaza de Chueca. Por la misma acera, yo me dirigía al Retiro en mi bicicleta. Cuando dos cuerpos sólidos en movimiento se encuentran a velocidad y trayectoria diferentes parece probable que se produzca un ingrato y violento choque. Si los cuerpos sólidos además poseen el don del habla, al impacto habrá que añadir las maldiciones subsiguientes. Lo cierto fue que los frenos y un fuerte silbido de aviso evitaron el accidente, pero Forges, como es natural, se sobresaltó al advertir que un ciclista ululante parecía decidido a arrollarle. Y me increpó con enfado justificable, acicateado porque además le advertí con tan canoras maneras que él encajó mal. "Casi me atropellas y encima me silbas... ¿por qué no circulas por la calle?" Llevaba razón.
Sucede que no me apetece jugarme la vida, aunque el trayecto hasta el Retiro sea breve. Eso le dije. Pero al inicial comentario del humorista siguieron otros de peor tesitura. Que cómo no iba a atropellar a la gente si llevaba puestos unos auriculares, que si me sentía así más moderno. Yo, por mi parte, no me quedé atrás: que no se agriara así la tarde, que demandase con sus chistes, "que pijotera gracia tienen", un carril bici al Ayuntamiento.
Lo cierto es que lamento profundamente la peripecia. Como lector de EL PAÍS valoro mucho su trabajo. Y sus chistes sí que tienen gracia y mucha enjundia social. Son muy valiosos. Pero esta anécdota debería hacernos reflexionar sobre la necesidad de facilitar la circulación de los ciclistas con carriles especiales. No soy el único que usa la acera para ir en bicicleta. Es incorrecto, pero natural: formamos un colectivo que no cree que el suicidio sea una de las bellas artes.
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