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Pie de foto / 26 de junio de 2004 | ESTILO
Columna
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La escena del crimen

Juan José Millás

Publicada el pasado mes de junio en las páginas de Cultura para ilustrar una noticia sobre el museo Jeu de Paume de París, esta foto de Guy Bourdin (1928-1991) fue la sorpresa gráfica del día. Una vez leído el periódico, volví a buscar la página en la que la había visto con la sensación de regresar a la escena del crimen. ¿Pero cuál era el crimen? Aún hoy no lo sé, pero sí sé que al frecuentar esta imagen, como al releer una novela de Simenon, penetraba en una atmósfera moral distinta a la de la vida cotidiana. Un día, hace años, iba por la calle a la hora de la siesta, cuando al pasar junto a un portal escuché algo que me llamó la atención. Hacía un calor insufrible y la luz del sol resultaba cegadora. El portal, sin embargo, era oscuro y fresco. Entré en él, llamé al ascensor como si me dirigiera a algún piso, y mientras fingía esperar distinguí entre las sombras a una mujer que acunaba un cochecito de bebé vacío mientras cantaba una nana que daba miedo oír. Cuando la mirada de la mujer y la mía se cruzaron, no pude continuar disimulando y regresé a la calle a paso rápido. La escena no había durado más de un minuto, pero yo había quedado atrapado dentro de aquella burbuja de anormalidad de la que no conseguiría salir el resto del día, quizá el resto de mi vida.

Tal vez continúo también dentro del escaparate de la foto, a este lado, donde no se me ve. Soy uno de los maniquíes que el fotógrafo no ha sacado porque no convenía a su encuadre. Vivo ahí, desnudo, junto a esas mujeres desnudas de largos brazos y labios abultados cuyas manos se prolongan en unos dedos capaces de llegar al alma sin rasgar la piel. Vivimos ahí ellas y yo, en un mundo que tiene la elegancia antigua del blanco y el negro, pero somos más reales que las dos mujeres de verdad que pasan por delante del escaparate y que parecen presas de una rigidez acartonada que contrasta con nuestra severa flexibilidad. Sus manos son pequeñas, mezquinas, casi cuesta encontrarles los dedos, y se ocultan tras las gafas de sol porque su mirada carece de la viveza de la nuestra. Frente al macrocosmos del exterior, elegimos el microcosmos sin alma del lado de acá, donde la sombra es fresca y la luz goza de matices que no existen afuera.

La extrañeza que nos producía esta foto de Bourdin, y que nos hacía regresar una y otra vez a la página donde se había publicado como se regresa a la escena del crimen, es del mismo tipo que la que nos produce una buena página de literatura policiaca. En las buenas novelas de este género, el asesino siempre es el lector. Las leemos porque queremos saber de dónde nace nuestro impulso criminal, porque queremos saborear, siquiera por delegación, el placer de matar a otro cuyo mecanismo existencial es idéntico al nuestro. Queremos saber qué rayos pasa por nuestra cabeza antes de asfixiar, de disparar, de empujar a alguien a las vías del tren. Queremos saber también cómo se vive con eso dentro. Y miramos a los maniquíes de los escaparates para comprobar lo bellos que éramos antes de que Dios nos insuflara el alma. Éramos tan bellos como estas mujeres de madera ajenas al movimiento de la calle. Esta fotografía de Bourdin fue realizada para el calendario Vogue de julio de 1985. Parece una novela.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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