Una tarde con Neruda en la Barcelona franquista
El 10 de abril de 1967 -si leo bien la fecha borrosa del membrete- recibí un telegrama que me dejó perpleja: "Pasamos Augustus domingo dieciséis Pablo". Lo habían enviado desde el Augustus, y fue muy fácil averiguar que se trataba de un barco de pasaje que hacía escala en Barcelona el día 16. Pero ¿quién era Pablo? Yo no tenía ningún amigo que se llamara Pablo y pudiera estar en aquellos momentos navegando. Por extraño que pareciera debía de tratarse, pues, de Pablo Neruda. Parecía extraño porque, a pesar de que había escrito para mi editorial un precioso libro sobre su casa de Isla Negra y aunque la relación era extremadamente cordial, tenía que haber forzosamente en Barcelona, creía yo, gente más amiga y adecuada para recibirle. De hecho el trato entre nosotros había sido escaso. Más adelante sí le vería algunas veces en París -en dos vertientes muy distintas: como poeta andariego y un punto bohemio, que se hospedaba en el modesto hotel Mont Blanc del Quartier Latin, donde comprobé en carne propia que en invierno te helabas de frío, y al que urgían los anticipos porque había caído enamorado de un maravilloso mascarón de proa que era cuestión de vida o muerte conseguir, y el insigne diplomático, abrumado de visitas y llamadas telefónicas y rodeado de solícitos subalternos en un lujoso palacete- y varias veces en Barcelona. Nunca, y lo lamento, en la mítica casa en la arena de Isla Negra.
La tarde concluyó tomando unas tapas en la Plaza Real
El 16 de abril nos dirigimos, pues, al puerto, esperando que se tratara efectivamente del poeta y no de un presunto amigo que ni se me había pasado por la mente. Íbamos sólo tres personas: Esteban, entonces mi pareja y años más tarde padre de mis hijos; Oriol Maspons, gran fotógrafo y gran amigo, que debía inmortalizar en imágenes el acontecimiento, no para la prensa, sino para conservar nosotros un recuerdo de una tarde que podía ser memorable, y yo. Luego, a punto ya de zarpar el barco, aparecería en el muelle Guillermina Mota, para ver unos instantes a Neruda y pedirle que le dedicara un libro. Que yo recuerde -han pasado más de treinta y cinco años-, nadie más tuvo noticia de este primer regreso, rigurosamente clandestino y brevísimo, del poeta a España después de nuestra Guerra Civil.
Sí se trataba de Pablo Neruda, acompañado como siempre que yo le vi por Matilde, y sí fue aquella tarde memorable. El poeta se había jurado, y lo había manifestado repetidas veces en público, no regresar a nuestro país mientras estuviera Franco en el poder. Y lo había cumplido hasta entonces. Pero resulta que, si viajas en un barco, puedes desembarcar en los puertos donde hace escala con un simple pase que te entregan al bajar y que devuelves a tu regreso, sin que quede constancia en el pasaporte, sin que hayas entrado legalmente en el país. Y Neruda había aprovechado la ocasión para pasar unas pocas horas en una Barcelona para él entrañable y llena de recuerdos.
Siguiendo el itinerario que marcaban estos recuerdos, nos guió a través de gran parte de la ciudad vieja, desde el ayuntamiento, el barrio gótico y la catedral hasta Santa María del Mar y la Plaza Real. A lo largo de ese recorrido nostálgico, el poeta habló casi sin cesar. Evocó con su voz ronca, personalísima, tantas horas intensas y apasionadas, tantas esperanzas frustradas, tantos sueños rotos, tantos amigos desparecidos para siempre en el transcurso de una guerra que se había perdido y que no se podía perder. Fue un monólogo inolvidable. Esteban y yo escuchábamos absortos, Matilde sonreía, Oriol nos sacaba fotos.
La tarde concluyó, antes de acompañarlos al puerto y subir a despedirlos al barco, tomando unas tapas en la Plaza Real. Neruda nos explicó que viajaban a la Unión Soviética porque Matilde había tenido últimamente problemas de salud, y afirmó, ante nuestro estupor, que sólo se fiaban de los médicos rusos: no merecía su confianza la medicina de ningún otro país del mundo.
Como he dicho, después tuve ocasión de verle varias veces -en París, en Barcelona, nunca en Isla Negra-, pero la imagen que retendré para siempre es la de Neruda desgranando un monólogo interminable, mientras deambulábamos juntos una tarde lejana de la primavera dulce y dorada de mi ciudad. Y nunca, nunca, he vuelto a entrar en Santa María del Mar, para mí la iglesia más hermosa del mundo, sin oír la voz ronca, emocionada, del poeta, describiéndonos la noche que habían pasado entera allí, velando, a la luz de las antorchas, entre canciones y entre versos, a un camarada muerto.

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