Esa tos
Tosemos poco; no había caído en ello hasta el pasado sábado, gracias a la columna de Vicente Verdú que ilustra (en su acepción más noble) la contraportada de este periódico cada siete días. Tiene razón Verdú: nos morimos igual (algo más tarde), pero tosemos menos, como si de repente hubiésemos perdido la costumbre.
Somos un animal de costumbres y morirse, en el fondo, no es más ni menos que perder la costumbre de estar vivo. Nos hacemos a todo. Todo es cuestión de acostumbrarse y desacostumbrarse. Pronto nos acostumbraremos a no leer artículos sobre la tos como el que publicó este diario el sábado pasado. De hecho, llevamos varios años desacostumbrándonos a que en la prensa escrita se escriba sobre asuntos como el de la tos, el humo del tabaco o la nube que pasa. Asuntos de muy poca enjundia periodística, sin mordiente política o social. Hay que comprometerse con la realidad, eso dicen o gritan los que viven de decir y gritar estas cosas. Lo demás es vulgar escapismo. Hay que hablar, por lo tanto, de Maragall y de Carod Rovira o, en su defecto, de la Pantoja y de Julián Muñoz. Del rosa al amarillo, igual que en la película de Summers, pero un poco peor. Una especie de vuelta al socialrealismo pasado por el chino del mercado. Hay que comprometerse, es la cuña que suena a todas horas. Vayan acostumbrándose los perezosos y olvídense de toses y de nubes que pasan y escriban su columna sobre Carod Rovira. El tener la cabeza en las nubes no lleva a nada bueno: uno puede acabar en el loquero o en la cola del paro.
Cuando el franquismo nos acostumbramos, por falta de libertad y de redaños, a vivir con la boca cerrada, tan rica y tristemente. Floreció entonces un columnismo remecido y capón que hizo de la voluta de humo, de la tos y la nube que pasa una obra de arte. El problema es que entonces había que toser, y algunos consiguieron convertirse, a fuerza de costumbre y de talento, en auténticos virtuosos de la tos. Durante mucho tiempo, nadie echó aquí de menos la posibilidad de leer sobre otras cosas que no fueran la tos, el humo del tabaco o la nube que pasa. Eso pasaba.
Ahora lo que sucede es que la democracia (que es el lugar idóneo para hablar de la tos, el humo del tabaco y la nube que pasa) nos obliga a arrumbar en el ángulo oscuro del salón esta clase de asuntos. Somos libres de hacer (y de escribir) lo que nos dé la gana. Pero están los lectores. Está el público. Está el mercado libre, cada día más libre, quizás lo único libre que nos queda. Y en el mercado, claro, toser está mal visto, tanto como fumar. Quienes bajo la dictadura no redactaron una sola línea siquiera sospechosa, hoy viven en un eterno compromiso mercantil y moral (debeladores profesionales de villanos como Aznar, Zapatero, Ibarretxe o el último muñeco del guiñol: Carod Rovira). Uno empieza a pensar que a esta democracia sólo pueden salvarla la tos, el humo del tabaco o esa nube que pasa.
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