La guerra eterna
Dionisio Guerra es un falangista que fue a la División Azul, vista la necesidad de regresar a los valores cristianos y de borrar el comunismo de Europa. Ya está muerto: le mataron en Leningrado, pero no está solo: hay la necesaria mujer, una polaca desplazada, que también está muerta. Son, por lo tanto, dos fantasmas que conversan. Al principio, Dionisio Guerra tiene todavía unos reflejos condicionados, una tensión para correr hacia delante cuando una voz vigorosa grita: "¡Al ataque!"; necesidad de obedecer y de cristianizar. Ella es un poco más realista y le llama al reposo y al pensamiento. Luego parece que mueren como mueren los fantasmas, de pronto y sin darse apenas cuenta; pero resucitan como tales fantasmas, y ya están en otra guerra. Y luego, en otra. Pasan los años y ellos siguen entre sus sacos terreros, esperando algo. Y es que la guerra es eterna, todas las guerras son la misma, y en ella cae alguna vez un soldado como éste, y siempre los civiles, como ella. Probablemente lo que están esperando es una redención; debe ser el amor que les llega, aunque sean incorpóreos teóricamente. Menos mal. Entretanto, van hablando del mundo y sus seres, y sus mandos y su política. Les escuchamos, muchas veces coinciden con nosotros -el público, con la tendencia fracasada y olvidada del "No a la guerra"- y nos conmueven con su interpretación: el protagonista es él, que lleva el nombre de la obra, y que el director ha movido con algún frenesí; Chema Adema salta sobre sus pies, se agita, dice bien su papel; pero emociona más, teatralmente, la muchacha polaca, Susana Hernáiz: quizá porque no tiene obsesiones de soldado y acepta el amor después de muerta: y lo provoca. La obra provoca solidaridad, interesa y no cansa: es breve y directa.
Dionisio Guerra
De Julio Salvatierra. Intérpretes, Chema Adeva, Susana Hernáiz. Espacio escénico y vestuario, Lucía Ramón-Laca. Dirección, Álvaro Lavín. Sala Cuarta Pared.
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