El jugador

La ruleta giraba creando el mundo. Atrapado por la hipnosis de la bola el jugador se enfrentó al destino: quería ganar, pero sabía que iba a perder y realmente sólo en la derrota se reconocía a sí mismo. Cuando la racha le fue favorable, no le excitaba tanto el deseo de hacer saltar la banca como la pulsión de volverse a despeñar hasta el fondo del abismo habiendo estado en la cima de la gloria. La dulzura de la autocompasión se mezcló una vez más con el sabor de ceniza en la lengua a altas horas de la madrugada después de haber perdido toda su fortuna. El jugador se percató de que aún le quedaba una moneda ignorada en el bolsillo: con ella desafió a la máquina tragaperras. A veces sucede que esa última moneda desata un nudo y el azar comienza a crear de nuevo un árbol de oro a los pies del héroe derrotado. No sucedió así en este caso. Se dice que los muertos experimentan todavía un pasmo de placer en los huesos al contactar con el mármol de la tumba. Una sensación parecida sintió este jugador arruinado cuando abandonó el casino y la niebla helada del amanecer generó en su cuerpo un escalofrío. De regreso a la realidad anodina, recordó que hubo un momento en la noche en que fue arrebatado por una espiral muy fuerte, muy dulce, y entonces creyó que eran unos dioses ebrios quienes acarreaban el dinero hasta su regazo, pero él sabía que esa ganancia sólo servía para seguir apostando hasta que los mismos dioses se la arrebataran. Pese a todo, cuando abrió la puerta de casa, encontró que el perro le recibía moviendo el rabo. En la vida ordinaria, fuera del casino, este hombre también era un perdedor. Siempre había apostado contra sí mismo apuntándose a causas perdidas. Votaba a un partido político que nunca ganó. En el trabajo nadie le requería su opinión para nada. Con las manos en los bolsillos, desde el anonimato, veía desfilar a los triunfadores que habían tenido la habilidad de cambiar de ideología para acomodarse a las nuevas circunstancias. Las mujeres también le habían desairado y había llegado a la vejez sin conocer otra pasión que el vicio de la ruleta. En ella había ido quemando todo el dinero como una forma de expiar una extraña culpa y ahora cohabitaba solo con su perro, que le recibía moviendo la cola cuando llegaba del casino de madrugada: con eso le hacía saber que no todo estaba perdido. El movimiento de esa cola era el único amor puro que hacía girar todo el universo, y si este jugador aún estaba vivo se debía a que nunca había apostado contra el rabo de su perro.
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