Pablito clavó un clavito
Fue en el estadio Vicente Calderón bajo una nube de confeti y otra de cerveza. Con la excusa de la visita del Valencia, los aficionados locales se habían reunido alrededor del niño Torres, la nueva figura de la mitología rojiblanca. Por razones del corazón que la razón entiende, seguían fascinados con aquel atleta de manual, un futbolista hecho a cincel y yogur cuya zancada de galgo les recordaba a Joaquín Peiró, tal vez a Eulogio Gárate, y cuya musculatura, larga y fibrosa, era con toda seguridad uno de los explosivos más potentes del mercado.
Para desactivarlo, Rafael Benítez montó una malla de seguridad que empezaba en Albelda y terminaba en Carboni, Curro Torres, Marchena y Pellegrino. Aplicaría de nuevo el más prudente axioma de la escuela de entrenadores, un antiguo principio según el cual el mejor ataque es una buena defensa. Movido por la urgencia del campeonato y por su ansiedad de aspirante, Fernando Torres fue cayendo en los sucesivos lazos de la trama. Cuando quiso darse cuenta, estaba fuera del partido y del estadio.
Entonces apareció Pablito Aimar con su aire de querubín, sus canillas de gorrión y su veneno de araña. A primera vista, cualquier comparación era impertinente: al contrario que el exuberante Torres, él sólo era dueño de su insignificancia. Incapaz de llenar la camiseta, cruzado de pliegues y articulaciones, parecía, más que un deportista profesional, un insecto de competición.
Cuando se ponía en movimiento, sus maneras se correspondían exactamente con sus hechuras. Obligado por la necesidad, renunciaba al juego de choque, pero imponía a los contrarios una costosa tarea de persecución y no se privaba de usar ni uno solo de los recursos que hacen al mosquito el peor enemigo del elefante. Revoloteaba, corría, saltaba, desaparecía, picaba, escapaba y, luego, al primer descuido, volvía a zumbar a la oreja del defensa central en un asedio interminable. Aunque conocía sus propias limitaciones, jugaba con una sencillez que rayaba en la arrogancia y con un desenfado que rayaba en la osadía.
Sin duda, Pablito era un caso. Sin embargo no era una excepción en la historia del fútbol. Desde los viejos tiempos, la cancha siempre había reservado un lugar especial para gente pequeña como Johnstone, Amancio Amaro o Bruno Conti, pesos ligeros con la prestancia de las libélulas y la agilidad de las ardillas. Todos ellos hicieron de la levedad virtud. Se cargaron de electricidad, impusieron su estilo y crearon escuela.
En el Calderón, Pablito Aimar picó tres veces. Como era de esperar, la herida se infectó y la hinchada se quedó hinchada.
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