La guerra y la libertad de expresión
Los hechos se remontan al periodo que va del 8 de abril al 8 de julio. Este último día recibí del Instituto de la Mujer de la Junta de Andalucía, en Sevilla, la respuesta a una queja interpuesta el 8 de abril. Tres meses... Y ¿para qué? Para decirme que la equivocada soy yo. Ustedes juzgarán.
El 20 de marzo, día en que empezó la guerra de Irak, me acerqué al centro Taracea, que depende de dicho instituto. Aquella acción bélica me producía mucha tristeza, siendo, como la mayoría de los españoles, contraria a ella. Comprobé cómo las paredes estaban cubiertas de propaganda de un determinado foro, convocando a la ciudadanía a manifestaciones por la paz.
Esos carteles no se conformaban con incitar a la gente a que se manifestaran por la paz, sino que tildaban de "criminales" a los que apoyaban la guerra, cosa que leyó, sin titubeo alguno, la monitora; rematándolo con una alusión al "muñeco diabólico" de Aznar. Estimo que estas acusaciones representan un juicio de valor, una manipulación de la opinión pública que tiene mucho de partidismo político y que, por supuesto, no tiene cabida en un centro que es y debe ser de todos.
Me argumentan en su contestación, ¡tres meses después!, que, "como lugar público, están obligados a defender la libertad de expresión". ¡Qué desfachatez! ¿Cabe imaginar en aquel sitio la propaganda de cualquier asociación que defienda la vida de los que no tienen voz, y que llame asesinos a los que promueven y cometen abortos, por muy legales que esos sean? ¡Inconcebible siquiera!
Está claro que la libertad de expresión sólo es el privilegio de lo que interese al partido de turno. Eso tiene un nombre: Totalitarismo. Los centros públicos, al cambiar de "dueño" según los resultados de las urnas, deben ser neutros, de manera que todos se sientan acogidos en ellos y respetados, sean cuales sean sus opiniones.
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