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Columna
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Absolución

Enrique Gil Calvo

En los ambientes que frecuento, el estado de ánimo está de capa caída desde la resaca electoral. No se llega a la desesperación, pues se puede buscar consuelo en algún clavo ardiendo, como el éxito de Marcelino Iglesias al frente de los socialistas aragoneses -aunque esta victoria sea en realidad mérito de Aznar-. Pero el balance general no podría ser más deprimente, ante la evidencia de que el 25-M viene a simbolizar la absolución de Aznar por los electores.

Hubo tres Gobiernos europeos que se prestaron a secundar la demostración de fuerza estadounidense: los de Londres, Madrid y Roma. Esto provocó el airado rechazo de sus respectivas opiniones públicas, que en el caso español rozó la unanimidad. Y tras su dudosa gesta, los tres tuvieron que celebrar elecciones municipales, arrostrando el riesgo de sufrir un voto de castigo. Como así sucedió, en efecto, en Italia y Gran Bretaña, cuyos ciudadanos penalizaron en las urnas a Berlusconi y Tony Blair. Pero no así en España, donde los electores prefirieron mirar para otro lado votando en cada sitio como si aquí no hubiese pasado nada. ¿No es una contradicción?

La verdad es que nadie lo entiende -excepto los apologistas de Aznar, que celebran su visión profética cuando pronosticó que los españoles cambiarían de opinión-. ¿A qué se debe la voluble capacidad de olvido -o la doble moral- que han demostrado los españoles? Pocas semanas después de las masivas concentraciones contra la gue-rra, muchos de aquellos manifestantes acudían a la madrileña plaza de Colón, donde el Papa celebró urbi et orbe la magna absolución de Aznar. ¿Será que influidos por su ejemplo los católicos españoles le han absuelto también, lavando sus pecados como por ensalmo?

Es el eterno problema de las democracias latinas, plebiscitarias y populistas, que tienden a refrendar con el voto la impunidad de sus gobernantes. En mi columna del día después de las elecciones (Remontada), ya avancé esta hipótesis del voto de perdón -en lugar del voto de castigo que parecía debido-, interpretándolo como expresión del voto agradecido, o voto del come y calla. Pero si se recuerda, esta hipótesis es la misma que utilizaba la derecha en 1993 para explicar que, a pesar de todos los pesares, y con toda la lluvia de escándalos que por entonces arreciaba, los españoles siguieran votando impertérritos a González, perdonándole todos sus pecados. Y a este voto absolutorio la derecha lo llamó pesebrismo, acusando a los electores de estar comprados por el soborno socialista.

Por eso Aznar, para defender la poltrona que ha de prestar a su tapado, quiso cebar el mismo voto del miedo con que González recurría a los pensionistas, apuntándose así a la tesis de los estómagos agradecidos. Igualito, igualito que su predecesor en el cargo. Pero con un par de sensibles diferencias entre ambos. González cumplía programas socialdemócratas, naturalmente centrados en el reconocimiento y la protección de los derechos sociales: luego no había soborno, sino cumplimiento de sus promesas electorales. En cambio, Aznar accedió al poder presentando programas liberales de desregulación y recorte de derechos sociales -por eso el gasto social en porcentaje del PIB ha caído una sexta parte durante su mandato-: luego su oferta de soborno es no sólo falaz, sino fraudulenta además.

La segunda diferencia es de clase social. Mientras González defendía los derechos de las clases desfavorecidas que precisan urgente protección social, Aznar en cambio defiende los intereses de las clases medias, que no precisan protección alguna. Los estómagos agradecidos de hoy en día ya no son los votantes de clase baja sin estudios, sino los de clase media y con estudios, en cuyo beneficio se están recortando y privatizando los servicios públicos para poder bajarles los pocos impuestos que pagan. Es el efecto San Mateo: a quien tiene más se le dará, y a quien no tiene todo le será quitado. Lo cual explica muy bien el hipócrita cinismo del voto absolutorio.

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