Posiciones consolidadas
Es lugar común afirmar que en una guerra la primera víctima es la verdad. Algunas de las mentiras de la invasión de Irak las conocíamos incluso antes de producirse el primer bombardeo. El resto nos las vamos representando al detalle, día a día, parte a parte. Pero hoy quisiera detenerme es lo que sin duda constituye una de las verdades más básicas de esta operación militar.
Empezaré por la chispa que está en el origen de mi reflexión -el orden puede significar refugio en estos tiempos de desquiciamiento- y que es una anécdota real. Hace unos días, durante un viaje al sureste de Francia -país que ha liderado la oposición a la guerra de Irak y albergado manifestaciones multitudinarias en el mismo sentido- entré en un cibercafé porque necesitaba consultar mi correo electrónico. El local estaba medio a oscuras y abarrotado de jóvenes varones. Quedaba un ordenador libre, me lo asignaron y me puse a lo mío. Pero el ruido circundante me impedía concentrarme. Un estruendo como de tapones de gaseosa, saltando, sin parar. Me fijé y provenía de un juego al que estaban conectados prácticamente todos los monitores. Un juego de comandos, combates, tiros a profusión, muertos equivalentes; y recompensas en forma de medallas y tiempo adicional para seguir matando. De vuelta en San Sebastián se lo comenté al encargado de mi videoclub que me confirmó que a juegos como ese -Medals of honour o Courter Strike- juegan "el 95% de los jóvenes" que acuden a su local a pasar el rato. Y muchísimos más -jóvenes, adolescentes y niños- lo hacen en otros locales o en sus casas con juegos que se compran o que bajan directamente de Internet y que se estructuran en torno a una violencia literal y extrema. En uno de ellos -Auto Vice City- la misión consiste en atropellar al mayor número posible de ancianos, mujeres y niñas.
Acabada la chispa paso al fuego real de esta columna, a la verdad más verdadera de cualquier guerra: los intereses ligados a la industria armamentística. En Estados Unidos estos intereses son colosales y el motor de la economía, la investigación científica y diría incluso que de una lógica convivencial basada en la seguridad privada, en el automiedo y la autodefensa. La riqueza -beneficios y puestos de trabajo- asociada a la fabricación de armas es la primera premisa de todas las guerras. Las armas hay que renovarlas y promocionarlas -tal vez sería más propio decir "jalearlas"- para luego venderlas, aquí y allá, que ejércitos hay muchos y conflictos más; y si no, se inventan. Y Europa es otra gran potencia armamentística -destaca la posición consolidada de Francia-; y Euskadi pone también su granito de arena -que visto a escala no resulta tan insignificante- en el pastel.
Y yo echo de menos que, en estos tristes y terribles días, entre tanto parte de guerra idéntico, y tanto debate calcado y tanta declaración interesada y/o clónica, no se introduzcan otros partes, otros debates y sobre todo otras polémicas. Que no se hable más -entre tanta toma de territorio- de la "posición consolidada" de la fabricación de armamento en nuestro Producto Interior Bruto, es decir, en nuestro bienestar. Ni de la participación institucional en esa industria. Y sobre todo que no se denuncie, tan alto y tan claro, la cultura de la violencia y el belicismo con que nuestros jóvenes se alimentan, un día sí y otro también, sin control y sin crítica.
Porque las armas se hacen para usarse y juegos como los descritos enseñan a los chavales cómo hacerlo. Cómo matar sin emoción -o sin otra emoción que la del nerviosismo o la tensión por sumar más puntos- a seres humanos. Venga tiros y venga muertos. Y seguir avanzando, sembrando el campo o las calles de cadáveres. Que son de pantalla, pero que -por esas cosas que tienen los avances técnicos- se parecen cada vez más a los de verdad. Quiero decir a los de la televisión. Igualitos que los de los telediarios; como dos gotas de sangre.
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