La bella estrella
Si dibujásemos con tinta china y un tiralíneas hasta dónde han llegado las personas que hemos conocido durante toda nuestra vida, y trazásemos esas relaciones en un mapamundi, como un proyecto de Land Art, el gráfico resultante sería una telaraña envolviendo el mundo. Una red de recuerdos, una bola esférica de nervaduras sociales, la amistad en tachuelas rojas en multitud de ciudades y países, si es que hemos tenido la suerte de conocer gente. No sé por qué, ahora me acuerdo de Karim Rouhani y Moustafá Ramezani. Eran iraníes. Habían salido pitando de su país cuando lo de Jomeini. Dibujaban caricaturas en la Gran Plaza de Aviñón, cerca del Palacio de los Papas.
Les conocí de una forma extraña. Cuando paseaba por la citada plaza de Aviñón junto con Regis, un amigo pintor, y dos amigas más, encontré una gruesa cartera llena de dinero en el suelo. Cuando la recogí, oí unos gritos, y vi a dos tipos con aspecto árabe caminar hacia mí. Ya creía que me iban a acusar de ladrón, y estaba dispuesto, si era necesario, a poner los pies en polvorosa, cuando mi amigo soltó una carcajada. Los hombres le dieron un abrazo y estrecharon mi mano. Nos habían visto llegar, y habían arrojado la cartera al suelo. Una forma como otra cualquiera de hacer que nos detuviésemos.
El caso de Karim y Moustafá era como el de muchos otros. No habían regresado a Irán excepto en contadas ocasiones, para visitar a la familia. Hospitalarios por naturaleza, nos invitaron a cenar en un marco peculiar: una plaza de cámping delante del mismísimo puente de Aviñón, roto por el diablo según la tradición popular. Una vista maravillosa que disfrutamos al atardecer comiendo unas salchichas -de cerdo, sabían muy ricas- y, naturalmente, cous-cous. Todo ello regado por un excelente vino de mesa de Aviñón. Para cenar, Karim se puso una túnica escarlata. Moustafá, más europeo, llevaba camiseta y vaqueros.
Aquella noche, como era demasiado tarde para regresar en coche al estudio de mi amigo, Karim y Moustafá nos ofrecieron las únicas tiendas disponibles, y nos dijeron que ellos dormirían "a la bella estrella'. A principio me negué, pero mi amigo el pintor me hizo un gesto con la mano para advertirme de que era inútil decir que no, puesto que ellos ya lo habían decidido unilateralmente. De forma que nos dispusimos a meternos en nuestras respectivas tiendas, después de que Karim cantase una canción en iraní, llegando incluso a marcarse un baile improvisado, que no supimos si era folclórico o moderno.
Recuerdo que, poco antes de acostarnos -él a cielo raso, y nosotros en la tienda de campaña- le pregunté a Karim, con un poco de guasa, si él se consideraba, en el fondo, musulmán. Y, mientras se servía una copita de licor de grappa, me miró, divertido, y me contestó: "Naturalmente". Después se marchó a dormir a orillas del río Ródano, porque vimos su túnica escarlata recortada en el reflejo plateado de las aguas. Y ahí se detiene mi recuerdo, bajo "la bella estrella" que le dio cobijo aquella noche.
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