El auténtico museo de Bilbao
Cuando se habla de un museo de Bilbao parece indudable que la referencia sea el Guggenheim, porque se trata, evidentemente, de un punto significativo, un acontecimiento trascendental para la ciudad e incluso para todo el País Vasco. El edificio de Gehry es sorprendentemente magnífico, es un acertadísimo impacto urbano que resuelve con brillantez la recuperación de un difícil sector de la ciudad y es, al mismo tiempo, un espacio que cobija ininterrumpidamente una serie de exposiciones importantes. Un éxito cultural y urbanístico rotundo y, además, una atracción turística de evidente eficacia.
Pero me parece discutible atribuir a esta institución la responsabilidad total de un museo. Más bien es una gran sala de exposiciones para mostrar con buen criterio las colecciones de los fondos internacionales de Guggenheim. No vamos a discutir ahora cuál debe ser la responsabilidad institucional de un museo, pero, tradicionalmente, le ha correspondido, por lo menos, la creación de una colección propia según una línea programada con tendencia a la estabilidad de fondos y el mantenimiento de un sistema de promoción, investigación, docencia y comunicación especialmente referido al arte universal pero dedicado al inmediato entorno cultural y social. A pesar de todos sus méritos -y de su eficacia en la popularización de la cultura- el Guggenheim no responde exactamente a estas características, aunque, quizá, cuando los americanos lo decidan, se proponga adoptarlas en un futuro.
En cambio, en el propio Bilbao, hay un museo que en buena parte y durante muchos años ha asumido, con mayores o menores dificultades, ese papel, especialmente el de crear una propia colección. Me refiero al ya casi venerable Museo de Bellas Artes, fundado por diversas instituciones locales y establecido definitivamente en el parque de Doña Casilda, con un edificio de clasicismo germánico -aquel clasicismo que parecía suspirar tímidamente por un autónomo proceso de modernización y que, sin resolver la papeleta, acabó revoloteando entre palladianismo y fascismo-, proyectado por los arquitectos Urrutia y Cárdenas en 1945 y ampliado con mucha discreción por Líbano y Beascoa en 1970.
Hace años que las compras oficiales y las donaciones de la buena burguesía vasca iniciaron una colección con abundante pintura antigua, pero, sobre todo, con una muestra intencionada de muchos artistas del norte peninsular en cierta manera derivados de la cultura vasca en el tránsito entre los dos siglos, con la idea de subrayar un arte poco atendido en los grandes museos del Estado y bastante desconocido por la crítica internacional. Sosegadamente y con insistencia, alrededor de esta colección se ha abierto un conocimiento más amplio de la obra de Barroeta, Guinea, Guiard, Larroque, Regoyos, Beruete, Zubiaurre, Maeztu, Iturrino, Arrúe, Arteta, Lekuona, etcétera, un conocimiento que sustenta la presencia de los maestros vascos del siglo XX.
Pero no hace muchos años, el museo dio un gran salto cuantitativo y cualitativo. En 1996 se nombró director a Miguel Zugaza, que mantuvo su puesto hasta hace poco, cuando ha sido llamado a dirigir El Prado. Entre 1996 y 2001 el edificio se modernizó y se amplió considerablemente según el proyecto de un equipo de arquitectos dirigido por Luis M. Uriarte, que había ganado un concurso juzgado por Moneo y Foster. El nuevo responsable -Javier Viar- se dispone ahora a seguir y mejorar en lo posible esos nuevos rumbos. El Museo de Bellas Artes ya no es exclusivamente un manifiesto del arte vasco: ampliadas sus colecciones con muchas obras contemporáneas de alta consideración internacional, manifiesta el interés por la gran cultura, sin olvidar la integración de la propia idiosincrasia, y asegura unos fondos permanentes de gran valor que influirán sin duda en el devenir artístico del país. Dado el empuje que en estos temas han demostrado las diversas administraciones vascas y la abundancia económica en que se mueven -dos temas que en Cataluña se han convertido en barreras por lo visto insalvables- ese museo ha de convertirse en una referencia cultural básica que suple la escasa vocación museística del Guggenheim.
No conozco con detalle los presupuestos del Museo de Bellas Artes pero imagino que son equivalentes -en la debida proporción- a los de los grandes museos de Madrid que desde hace años pueden mantener un alto nivel de adquisiciones, ampliadas fácilmente con los arbitrarios depósitos de todo lo que tenían las instituciones estatales y las empresas públicas. Una realidad económica que está muy lejos de la pobre situación de los museos de Cataluña que, desde mediados del franquismo -cuando todavía persistía milagrosamente una voluntad cultural casi clandestina-, no han podido comprar casi nada y no han recibido ninguna de aquellas donaciones que todavía acreditaban a la burguesía de antes de la guerra. Ni, naturalmente, ningún depósito del Estado. Maragall anuncia que cuando sea presidente doblará el presupuesto de cultura de la Generalitat. Si, además, lograse resolver los déficit de la balanza fiscal, quizá nos podríamos poner a la altura de los museos vascos.
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